lunes, 7 de junio de 2010

El reencantamiento del mundo

EL REENCANTAMIENTO DEL MUNDO
Una ética para nuestro tiempo
Michel Maffesoli

Prólogo a esta edición de Marcelo Urresti:

La ética inmoralista y el espíritu del neotribalismo

En el paisaje actual de la sociología contemporánea, Maffesoli tiene un lugar muy singular: se encuentra lejos de cualquier moda intelectual y a contrapelo de las corrientes dominantes, lo que naturalmente le confiere una relativa soledad. Esa singularidad resulta paradójica: a pesar de nutrir el centro de su reflexión sobre fuentes indudablemente sociológicas, predica en el desierto como un profeta alejado de la comodidad institucional de la disciplina. Esa soledad ejemplar tal vez tenga que ver con una elección comprometedora y sin dudas riesgosa. Maffesoli es uno de los pocos sociólogos de la actualidad que además de hablar de lo social reflejado desde la disciplina, se propone penetrar en el corazón mismo del presente, ese plano resbaloso y deslizante en el que sólo algunos se atreven a incursionar. Es decir que no sólo se acerca a lo social para comprenderlo y explicarlo en los términos de una disciplina aceptada en sus presupuestos y me-todología, sino a lo que eso supone en tanto época histórica, eterno devenir que va generando novedad a su paso, fundando formas inéditas que obligan permanentemente a replantear categorías, a inventar instrumentos de observación, a superar perspectivas anquilosadas. Maffesoli despliega un estilo de aproximación a lo social tratando sus diversas aristas y dimensiones como una temporalidad que se desenvuelve productivamente, de modo creativo y cambiante, en ese filo preciso en el que lo instituido se vuelve instituyente y recobra toda su vitalidad. En esa dimensión eternamente móvil opera con una mirada simultáneamente atenta y flotante, lúcida y cándida al mismo tiempo, paradójicamente dispuesta a ser sorprendida por aquello que observa con férrea sistematicidad. Por esta razón Maffesoli se encuentra en etapa de construcción, armando puentes y enviando mensajes: no es casual por ello que pueda sonar provocador para algunos, incompleto para otros e incluso caprichoso, si se lo interroga desde la tradición afincada. Si partimos de esta permanente invitación a transitar hacia la conquista del presente, magma cambiante y en constante proceso de regeneración, es indudable que hay que intentar ir más allá de las categorías establecidas, experimentar con nuevos instrumentos y, fundamentalmente, tomar riesgos, pues ese presente en que lo social deviene sin descanso desafía al lenguaje de la disciplina y le exige reformulaciones acordes con los tiempos que corren. En ese terreno áspero y siempre indomable, algo que siempre supieron los espíritus más curiosos que fundaron la sociología, Maffesoli retoma el llamado de Simmel a situarse en esa instancia tan inestable y vertiginosa como fascinante que es la "sociedad en estado naciente", fuente y condensación de lo "divino social", del acto de creación histórica por excelencia. Este libro es parte de esa larga búsqueda que Maffesoli viene desarrollando desde sus primeros escritos, pero que toma todo su énfasis a partir de El tiempo de las tribus (de 1988), libro que condensa el punto do partida de un verdadero programa de investigación. En ese entonces ya se puede apreciar la inauguración de esquemas metafóricos innovadores, de indicaciones categoriales recurrentes en los libros posteriores, muestra de una pertinaz insistencia en ilustrar intuiciones de lo social en movimiento, en permanente fuga e inconsistente reconfiguración. Entre esos esquemas,
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neotribalización, nomadismo, sociabilidad, centralidad subterránea, religancia societal, proxémica, comunidad emocional, entre otras tantas, volverán una y otra vez para articularse de maneras diversas, siguiendo la estela de la misma intención. Cualquiera de esos términos que hacen al lenguaje de Maffesoli pueden resultar difíciles de metabolizar ya que rechazan la categoría de "concepto" y su implícito sentido de "atrapar" -algo que reside claramente en la etimología latina de concipere- y reclaman de modo conciente y manifiesto el estatuto de "metáforas" a través de las que el autor se propone "mostrar" lo que el presente ostenta en superficie, eso que la sociología de los conceptos no puede atrapar y que por lo tanto desprecia como banal y carente de interés. Se trata de indicaciones para expresar la vida cotidiana en su epidermis, esa profunda superficie de contacto en la que se dan cita los protagonistas del drama social, la esfera en la que se escenifica y articula el libreto y la intriga que conforma a las sociedades contemporáneas. Este libro es tributario de ese programa y trata de mostrar en particular la inflexión fundamental de la época a partir de un cambio que afecta la base misma de la sociedad: el surgimiento de una nueva ética que se caracteriza por su inmoralismo, pluralidad y relativismo generalizado, con lo que escapa a las ataduras respecto de las normas formales de control tradicional de conductas que rigieron en la sociedades modernas. La nueva ética resiste la ubicación dócil dentro de la serie conformada por la racionalidad -sea ésta instrumental o sustancial-, la transparencia, el cálculo y la heteronomía típica de los imperativos morales que fueron largamente inculcados en sujetos predispuestos y obedientes, sostenedores voluntarios o involuntarios del orden social correspondiente a la consumación del capitalismo y la sociedad mercantil. Esa moral de la finalidad y la maximización, habría llegado a su fin no tanto por un reemplazo consciente y orquestado sino por un proceso de saturación que la ha transformado en inestable e inoperante. Como en las soluciones, el exceso de sales ha hecho precipitar la mezcla, desarticulando su homogeneidad y sus estados predecibles. La nueva ética es relativista, tolerante y permisiva. Se opone al universalismo, al cálculo y la predicción, tanto como al contrato social, al acuerdo preestablecido y a la idea misma de meta. Se trata de una forma de convivencia espontánea que reside en el carácter sensual y táctil de la socialidad, ese estar juntos sin más finalidad que el hecho de estar en comunión, en comunidad, en contacto, compartiendo un tiempo y un espacio común. Esos valores van conformando ámbitos que se hacen cada vez más frecuentes en la vida cotidiana y que van generando intersticios al principio, zonas liberadas luego y finalmente vastos territorios en los que los antiguos canales de construcción de solidaridad social van siendo reemplazados por otros en los que se expresa un tipo de solidaridad diferente, ya no mecánica ni orgánica, sino orgiástica, basada en la "improductividad" económica de la que son ejemplos el fanatismo estético, la dinámica lúdica de los gustos y las preferencias o los rituales colectivos de encuentro. Estas expresiones de la vida social contemporánea se rigen por valores nacidos bajo el signo del "gasto", la gratuidad y el "lujo". El gasto es un denominador común de manifestaciones vinculadas con el ocio, el culto al cuerpo y las diversas formas festivas que atraviesan la vida cotidiana, cada vez más importante en las sociedades actuales. El adorno, la máscara, la marca distintiva, el gesto estilizado, rio hacen más que simbolizar una vuelta de las más arcaicas pasiones tribales, supuestamente desplazadas por la modernidad. En este contexto, el lujo gana terreno, tornándose una pasión de masas: la preferencia por objetos superfinos, por bienes en los que es mayor el valor de fantasía e identificación que la dimensión funcional de los mismos, son indicaciones de esta necesidad creciente de lo frivolo, que distingue y separa al portador del resto, algo que está en la misma noción de lujo, cuando se lo entiende brevemente como lo que es único y se aleja de lo común. Esta ética nos recuerda la importancia del espíritu festivo y concupiscente de la vida social actual, lejana de moralismos y econonomicismos omniabarcadores, interesada en alcanzar ese plus de goce
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y de vitalidad que no se fija en los medios ni pretende mayor proyección hacia fines trascendentes. Un espíritu trágico que siguiendo un amorfati se entrega a la vida y sus circunstancias tal como es, sin esperar para actuar de acuerdo con cómo esa vida debe ser. Por eso se conecta con lo lúdico y con lo vertiginoso. Cambiar de experiencia, buscar nuevos estímulos, abrirse a la aventura, procurar experiencias límite, son algunas de las manifestaciones que nos hablan de un amor por el azar y la incertidumbre, algo que va en un sentido completamente inverso a los valores del progreso consagrados por el espíritu prometeico de la modernidad. Los actores contemporáneos, en cambio, parecen regirse por un espíritu proteico, ansioso por cambiar y por mimetizarse en el medio que los recibe: de modo tal que más que individuos, son haces de relaciones, más que esencias o incluso procesos, son multiplicidades, compuestos de facetas variadas que, además, desean ser reduplicadas. El valor de la experimentación habla de una vitalidad que se ansia y se persigue: ese, podría decirse, es el imperativo categórico de la nueva moral que vuelve a hacer del mundo una fiesta, en este caso del significado. En esta coordenada, La Ley del padre, vertical y jerárquica se ve conmovida por la competencia que le plantea la ley de los hermanos, un nuevo modo amoral de desenvolverse, menos utópico y redentor, más trágico, aventurero y cercano de la muerte, con la que convive sin necesidad de superación. En suma, Maffesoli se propone con este libro poner sobre la mesa una cuestión que puede resultar inquietante para una sociología que se empeña en partir de categorías y conceptos nacidos para pensar y dirigir una sociedad basada en los imperativos de una moral universal, pretensión que se ha vuelto inoperante, vacía y, en el peor de los casos, autoritaria. La época actual se despliega en un mundo encantado por los valores de un presente que se ensancha y toma el lugar del futuro, donde a su vez la pertenencia inmediata, fuente de toda identificación y reconocimiento, convive en una pluralidad de comunidades que se aleja del antagonismo y la supresión de otros momentos históricos y, especialmente, con una ambigüedad constitutiva en sus valores por la cual los opuestos, en vez de rechazarse, se reclaman. Se trata en definitiva de tiempos lábiles y volátiles que han desafiado definitivamente la moral universal y los esquemas formalistas que la representan, dejando en su lugar un mundo desordenado, laberíntico y hermético, un presente encantado por la multiplicidad de la significación que nos convoca a mirar con nuevos ojos.

Marcelo Urresti Sociólogo, docente investigador de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA.
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Exposición preliminar Un relativismo generalizado A cada uno la palabra. A cada uno la palabra que le cantó, cuando la jauría le atacó por la espalda. A cada uno la palabra que le cantó y quedó helada. Paul Celan ("Argumentum e Silentio")1 ¡Poder de la nominación! Se lo sabe de tiempos remotos, "Dios dice". Y al hacer esto crea lo que nombra: luz, cielo, agua, tierra, astros, etc. (Génesis 1, 3-24). De allí deriva esta estructura an-tropológica, una cosa sólo existe cuando se "dijo" lo que es, a veces incluso cuando se dijo lo que debería ser. Por la tarde, en una de esas caminatas meditativas por el alto valle del "Claree", uno de esos escasos lugares que escapan a la devastación de una sociedad en combate con su hybris faustiana, un viejo del pueblo explica que, curiosamente, ese importante torrente de montaña ha quedado reducido al papel de afluente de un delgado chorro de agua, llegado de un desfiladero vecino, el Durance. La bella historia del anciano es corroborada por los más antiguos documentos históricos y cartográficos. Muy sencillamente porque ese desfiladero, el Montgenévre, era el lugar de paso es-tratégico entre el Píamente latino y la Galia insumisa. Julio César y lodo:; los geógrafos latinos darán el nombre de "Druentia", el del pequeño curso de agua que sale del desfiladero, al río y al valle que lleva, todavía, eso nombre. El poder político y su fuerza militar cartografían el mundo. Lo crean simbólicamente. Y, aunque se tienda a olvidarlo, la fuerza del símbolo no escapa a los tiranos, quienes, instintivamente, saben bien cómo utilizarla. La función de las fotos stalinistas está ahí para probarlo, a través de ellas se borraba hasta la existencia misma de un opositor o de un cortesano que había dejado de simpatizar. Permanezcamos en la vena de esas "buenas historias del tío Paul" que encantaron nuestra infancia. Un salón del hotel Lutétia, recién iniciados los años 80. La "flor y nata" intelectual de París se apresura al lanzamiento de un libro de la prestigiosa colección "Terre humaine", Memorias de los sobrevivientes del campo nazi de Treblinka. Es tiempo de celebración. Consenso, justificado, sobre los horrores concentracionarios, orquestado por los oficiales de la RDA que han olvidado que ellos también fueron alemanes. ¿Pero qué bicho me está picando? Ya no tengo edad para remitir a la figura de leninistas o trotskistas de tocio tipo la masacre de los marinos de Cronstadt, o el exterminio de los anarquistas de Makhno a manos del Ejército Rojo. Y sin embargo no puedo evitar tomar la palabra para recordar a la piadosa asamblea la masacre de Katyn, donde miles de oficiales polacos fueron ejecutados por los agentes de la NKVD soviética. Al hacer esto, era cuestión de recordar, frente al bienpensantismo dominante, lo que Arthur Koestler llamaba la "natural similitud" que une a los regímenes stalinista y nacionalsocialista2. Pero no podían recibir algo así. Y, abucheado, tratado de provocador, debí, cobardemente, huir bajo los abucheos. El
1 Versión de José Luis Reina Palazón enDe umbral en umbral (1955), Obras completas, Editorial Trota, 1999.
2 Koestler, A., Hiéroglyphes, Calmann-Lévy, 1955, p. 476. Remito también al admirable libro de M. Laval, L'homme saris concessions, Arthur Koestler et son siécle, Calmann-Lévy, 2005, que me incitó a volver a la obra de este pensador libre y audaz.
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antropólogo G. Balandier, a quien yo acompañaba, me ayudó en este sentido. ¡Me trajo un poco más tarde la toalla que yo había arrojado a mis perseguidores! ¡Estamos en 1980! Y el poder intelectual nombra el Bien y el Mal. Lo que puede ser "dicho", y lo que no puede serlo. Sin embargo, la obra novelesca y biográfica de Arthur Koestler es ampliamente co-nocida. Hace poco (1979), Manes Sperber, igualmente, publicó Más allá del olvido. Pero, conocido proceso de la denegación, la Moral está de un lado, del buen lado, el resto no puede, no debe sobre todo decirse. Koestler, cuya vida y obra son apasionantes, ¡debió, además, soportar que lo sermoneasen! Una periodista muy conocida, y reconocida por la intelligentsia parisina, no dudaba en escribir, a propósito de uno de esos procesos orquestados por Moscú, que Kostov, un "inculpado", ejecutado poco después, "patente y auténtico traidor" no siguió el libreto seguido por el Sr. Arthur Koestler. Las ma-rionetas de Koestler maravillan a los burgueses de Occidente, felices de reducir a los comunistas a su medida...", etc., la continuación del mismo asunto, de la misma palabrería que celebra la lógica de la historia y la moral de la clase obrera. ¿Por qué recordar esto? Sucede que recientemente la periodista en cuestión salió a la carga "a priori y sin fundamento" contra el intercambio sexual de parejas, las "partusas" del medio artístico. El moralismo tiene ante sí días espléndidos. En todo caso, con total impunidad, quienes imparten lecciones de moral política o de moral sexual continúan su trabajo de limpieza. Siempre dentro del mismo registro de la "nominación", de "decir" lo verdadero y lo falso, y por ende de hacer la división entre el Bien y e] Mal, hago sostener en 2001 la tesis de doctorado El Reencantamiento del Mundo – Michel Maffesoli
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1979, yo introducía la noción de "duplicidad" en el seno del individuo como disparador para un cambio de paradigma. Lo mismo en El tiempo de las tribus (1988) donde mostraba el paso del individuo (indivisible) a la persona (plural). Luego un poco más tarde (En el crisol de las apariencias, 1990), consagraba un capítulo al deslizamiento desde la identidad hacia las identificaciones múltiples. ¿Cómo llamar a esto? No se trata de bandolerismo de alto vuelo, no. Es más bien una práctica benigna, la travesura de un pícaro de suburbio. Un insignificante carterista de barrio. Una incivilidad intelectual en cierto modo. Pero claro, como esto se debe ocultar cierta gente se da aires de justiciero moral. De moral académica, desde luego. Tengo algunos recuerdos de mis clases de humanidades. ¿No es así cómo procedían los sicofantes en la antigua Grecia? Le hacían un proceso a alguien. Se declaraba su indignidad pública. A fin de poder apropiarse, legítimamente, de sus bienes. El viejo Marx tenía mucha razón cuando decía a propósito de los burgueses: no tienen moral, se sirven de la moral. No vamos a hacerles el honor de "nombrarlos". Recordémosle a nuestro sociólogo católico la evangélica expresión de Jesús: "Qui potest capire capiat", ¡quien pueda entender que entienda! De hecho, se trata de las tipicalidades. Aquellas del nihilismo moral bajo la hipócrita afirmación de la moral (costumbres, ciencia, política) universal. La stalinista conversa, el maoísta malcriado, el católico siempre cura y el arribista que no arribará son los tipos, entre otros, de una vasta y grotesca comedia humana. Máscaras gesticulantes de esas hipócritas institutrices y otros modelos de virtud cuyos Inquietantes contornos Goya supo trazar. Sicofantes, delatores, ésta es sin duda la consecuencia de una sociedad de vigilancia. Aquella en la que el riesgo cero se promueve como ideal de vida (social, político, científico). Oigan, todavía otro "consejo" evangélico que nos da un célebre abogado: "¡Denúnciense unos a otros es el nuevo credo de una sociedad paranoica y malvada que vigila todo y no impide nada!"4 Y se hacen peticiones contra una mala tesis, contra el acoso sexual, a través de las cuales se ha inculpado a tal o cual persona. ¡Estas sí son costumbres tribales que no quieren reconocerse como tales! El afecto juega allí su parte, por más que se las revista con el suave nombre de Razón. ¡Tranquilo, amigo! Calmémonos. Ciertas figuras tutelares sabiamente enmarcadas sobre mi escritorio reclaman de mí algo más de dignidad. Desde la "nominación" del Durance realizada por Julio César hasta la masacre de Katyn a manos de los comunistas, sin olvidar las mentiras stalinistas, los engaños maoístas, las hipocresías católicas u otras raterías universitarias, sí, larga es la lista de las cobardías, abulias y maldades intelectuales. Y haremos bien en contarles, en días futuros, a nuestros nietos todas esas, grandes y pequeñas, fechorías. Pero dejemos esos "cuentos del tío Paul" para más tarde. Necesita tiempo para cargar su pipa. Sí, a propósito de pipas, Ernest Bloch, Gyórgy Lukács, Walter Benjamín también, fuman tranquilamente, con aires de viejos sabios. Son vecinos de Martin Heidegger, Hermán Hesse, Tho-mas Mann y Georg Simmel. Vaya, qué extraño panteón. Pandemónium más bien, donde encontramos al revolucionario y al reaccionario. Símbolo de una realidad compleja. Pero todos re-funfuñan, ¡basta de anécdotas! Hay que pensar en todo esto. ¡Un momento más, señor verdugo! Sólo un recuerdo o dos. 26 de abril de 1969. Heidelberg. Ocultándome de mis amigos del SDS (¡ay, cuando la "duplicidad" nos domina!), seguí a mi profesor de filosofía de la universidad de Estrasburgo, Lucien Braun, para escuchar la lección de Heiddeger en el último seminario de Gadamer. Pese a su "gran estupidez" política, su obra magistral, desde aquel tiempo, sigue irrigando, con profundidad, mi reflexión. Allí está, con su redondez bonachona, el pertiguero de Messkirch. Y lo escucho, todavía, llamarnos al orden, a la austeridad, a la aspereza del pensamiento. No escaparé a ello. Hay que abandonar las anécdotas.
4 Collard, G.; Martial, E., L'Étrange Affaire Alegre, Rocher, 2005, p. 185. Sobre las "peticiones" en las costumbres "morales" de este "pequeñísimo mundo" universitario, cf. la que lanzó, por acoso sexual, el demógrafo Hervé Le Bras, en Le Monde
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Sin dejar de recordar, de todos modos, aquellos encuentros con el decano Charles Hauter, Julien Freund me lo presentó. Había sido el último ayudante de Georg Simmel en Estrasburgo, en 1918. Éramos vecinos. Y ese viejo señor, de gran sombrero alsaciano, me hablaba de la estigmatización de la cual fue víctima aquel pensador, relegado a una universidad en los márgenes del Imperio. En particular porque abordaba, como pionero, temas denominados "frívolos": el cuerpo, los sentidos, la coquetería, la estética, las sociedades secretas, las emociones, lo no-racional... que otros, más tarde, se encargarían de "redescontar". Eterno problema de los "halladores" audaces, y de los investigadores instituidos. A través del decano, yo entablaba un diálogo con el mismísimo Simmel. Allí aprendí el sentido de lo relativo irreprimible del verdadero pensamiento. Fue así cómo adquirí, a partir de semejante apetencia por la travesía de al-tura, la convicción de que hay que ir al frente con el sentimiento de pulcritud intelectual. Como dice Platón, a propósito del pensamiento, proseguir "una conversación que el alma mantiene consigo misma" (Teeteto, 189e). No satisfacerse con un pensamiento satisfecho. Dar lugar a la duda que anima toda empresa intelectual digna de ese nombre. Saber poner en escena semejante duda fundadora. Así es como podremos escapar a las cegueras voluntarias que acabamos de referir, y que son tan frecuentes en toda existencia. Desde luego, tenemos necesidad de quimeras. Pero todavía debemos ser conscientes para no quedar como crédulos ante ellas. Así es cómo se puede permanecer libre e independiente. Rebelde a los melosos encantos de ese "Prozac" que es toda ideología. Así es cómo podemos escapar a esa postura moral en nombre de la cual se hacen las peores ignominias. Desconfiar de los buenos sentimientos que son, muy a menudo, la máscara de la envidia, motor esencial de las innumerables persecuciones pequeñas o grandes, mezquinas o grandiosas, que puntúan la vida de las sociedades. Así es también cómo podemos mostrar que si la moral fue una forma de socialización, no es la única posible. Y que si permanecemos pasmados por lo que ésta hace, corremos el riesgo de no poder apreciar las nuevas formas de socialización que ven la luz ante nuestros ojos. Sí, tener una mirada abierta capaz de relativizar la Verdad a fin de aprehender las verdades vividas. Capaz de ver cómo la referencia a la Humanidad enmascara, muy a menudo, a los hombres concretos. Tan cierto es que la verdad objetiva, científica, aquella que se representa el mundo, debe ser completada por la verdad metafórica que se contenta con presentarlo. Este retorno, este recurso a la presentación empírica se efectúa en un estado de calma. Es lo propio de un espíritu trágico que sabe que no hay salvación y que, por consiguiente, puede alcanzar la serenidad. Lejos de la guerra que libran los conceptos abstractos y generales. Son estos últimos los que fundan el conformismo intelectual de esas bellas almas acorazadas con sus certezas y sus arrogancias. Los mismos que Charles Fourier calificaba de "contrabandistas científicos que saben adoptar el tono académico, pasaporte de los errores y las prestidigitaciones".5 Así, al retornar a la lúcida y serena presentación empírica, puede verse que junto a un orden de las razones que, desde Descartes hasta Durkheim, marcó el pensamiento francés, existe un orden de las significaciones propio de la actitud hermenéutica. Actitud hermenéutica, fenomenológica que se inscribe dentro de un relativismo generalizado. Es decir, capaz de ver y pensar al mismo tiempo la descomposición del mundo moderno y de su moral universal, y la emergencia de otro, mucho más fragmentario, hecho de éticas yuxtapuestas. Es ésta la viva complejidad que representa el desafío al que nos enfrentamos. 5 Fourier, C, Nouveau Monde industrial, 1848, p. 157. Cf. también P. Tacussel, Charles Fourier. Le Jen des passions, Paris, 2000.
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En efecto, las mejores empresas intelectuales son aquellas que, con insolencia y, es esperable, con elegancia, participan en la demolición de un mundo carcomido. Y esto se hace no dentro del ruido y el furor de los vociferadores, tampoco ciertamente dentro de la arrogancia del pensamiento crítico. Sino que, de un modo mucho más radical, se trata de un trabajo de zapa que, decididamente, sirve para cavar las galerías que, pronto, permitirán el desmoronamiento de aquellas instituciones totalmente podridas, o al menos anticuadas, que pretenden dirigir la vida social. Y sin embargo, como si nada pasase, éstas siguen diciendo el derecho, dictando lo que debería, ser. Seamos claros, poner en marcha esta pars destruens no es una simple postura, un esteticismo decadente. Se justifica solamente porque permite participar de esa pars construens que es la acción: pensar la creatividad del hombre sin atributos, pensar la vitalidad de la vida cotidiana, pensar la ética en gestación. Limpiar, para permitir la construcción. Desprenderse de lo instituido a fin de que pueda emerger lo instituyente. Digámoslo con claridad, la moral es justamente aquello que representa un inundo que ya no es. Y, como siempre, cuando una cosa ya no existe se profieren, hasta el hartazgo, encantamientos en su nombro. Ese mundo que ya no existe es el que reposa sobre la fe mesiánica en la Historia. La Historia, divinidad de los Tiempos modernos, va a fundar la moral universal sobre la creencia en su Ley: aquella de la emancipación que propone. Los grandes totalitarismos del siglo XX tendrán, cada uno, una interpretación de dicha emancipación, pero la utopía comunista, el milenarismo nacionalsocialista, o la sociedad sin riesgo del liberalismo tienen, todos, un idéntico motor: hay una Salvación posible. Una cosa muy distinta son las éticas particulares. Más allá y más acá de los universales -el Humanismo, la Clase, el Partido, la Raza, el Mercado, cuyo fundamento es racional-, éstas ponen el acento, para bien o para mal, en la repartición de valores específicos, y en el sentimiento de pertenencia que esto ciertamente suscita. Otra cosa muy distinta, también, son las deontologías, en el sentido que yo le doy a este término: lo que es tributario de las situaciones. El lazo social se elabora a partir de momentos vividos en conjunto. Ya no se espera la Salvación en un Paraíso (celeste o terrestre) lejano, se lo vive, hic et nunc en un instante eterno. Todo está en movimiento, es eventual, efímero. Tal vez sea, por otra parte, esta labilidad de las situaciones, de las opiniones, de las maneras de ser, tal vez sea la fragilidad de las identidades que todo esto suscita, las que generen crispa-ciones dogmáticas específicas del debate, del no-debate, del falso debate actual. Y estamos inundados de libros de maestros de escuela, de libros de edificación, de libros periodísticos cuyas características comunes son el aspecto perentorio, la certeza fi-listea y la superficialidad del juicio. Y esto propicia múltiples conminaciones como: "no hay más que", que toman el lugar de análisis. Para decirlo en un estilo más elevado, es la lógica del "deber ser" la que tiende a predominar. No es la primera vez, en el curso de las historias humanas, que la saturación vivida de los valores sociales engendra un aumento de arrogancia por parte de las élites de turno. Ya no tienen qué decir. Entonces hablan alto y fuerte. Y todo sobre un fondo de confusión. El publicista se cree un erudito, el político juega al sabio y el que imparte lecciones se disfraza de maestro de vida. Es necesario que todo sea comunicable, es decir "pasable". Editores, periodistas, universitarios, parecen ponerse de acuerdo: un análisis sólo vale si es conveniente. El experto que sabe todo de todo (es decir, nada de nada) hace estragos. Lo exotérico es la regla; pero es insignificante si no se funda en un sustrato esotérico. Ya lo sabemos. Y es inútil lamentarse. Pues más allá y más acá de semejante espectáculo histriónico, más allá o más acá del conformismo intelectual al que, lúcidamente, L. F. Céline tildaba de "sloganizado, blablatizado, glotis en el culo", se perfilan la exigencia y la práctica de un pensamiento meditativo. Contra la charlatanería utilitaria o la charlatanería abstracta, lo que es todo uno, la
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necesidad de un verdadero "co-nocimiento"6, que sepa "nacer con" su objeto. Una palabra que se desarrolle a partir de la experiencia. Retomando una expresión de las clases de primaria de antaño, algo que se relacione con los "trabajos prácticos". Que esté atento al sentido de la realidad. Ya no simplemente representarse la existencia según modelos establecidos, del siglo XVII al XIX, dentro de un pequeñísimo rincón del mundo: la Europa occidental, smo presentar lo que es, en su multiplicidad, en su policulturismo, en su politeísmo de los valores. Contra la ambición del concepto (¿quién no hace conceptos hoy en día?), ambición paranoica de la voluntad de saber, volver a lo que Heidegger llamaba "la indicación formal". La indicación muestra. Y aquel a quien se le muestra debe ver por sí mismo. Lo que remite a la necesidad de la experiencia viva, al aspecto prospectivo y progresivo del aprendizaje. Esto es el relativismo intelectual. Relativización de los conceptos y puesta en relación de los pensamientos. Saber vivir y saber decir van a la par. Y como señalaba Kierkegaard: "en lo que respecta a los conceptos existenciales, el deseo de evitar las definiciones es una prueba de tacto"7. Cuánta elegancia de pensamiento en esta tierna aproximación que rompe con la brutalidad doctrinal de los nuevos inquisidores. Estos últimos "funcionan", como autómatas, a partir de un pensamiento disociado. Ciertamente, no es la primera vez que hay un alejamiento entre aquellos que "dicen" y aquellos que viven la realidad. Pero el alejamiento se convirtió, en nuestros días, en una fosa infranqueable. De ahí la necesidad de saber decir lo que se vive. Tal como decía Nietzsche: "los originales fueron aquellos que ponen los nombres". Con lo que recuerda que no hay original fuera de lo que es originario. Tampoco las palabras del poder, que, como recordaba más arriba, procede por eliminaciones, denegaciones, contra-verdades, antífrasis. Sino aquellas palabras que se acercan, lo máximo posible, a las cosas. Palabras que se conviertan en discurso vivo. Tan sólo porque se contentan con presentar la vida viva. De un modo rapsódico, hay que decir y volver a decir el cambio de fondo que se opera en las costumbres sociales. Convertirse en altavoz. Decir no lo que quisiéramos que fuera, sino más bien lo que es. La obra de un creador se desarrolla en la ignorancia: encuentra su significación al tiempo que va tomando forma. Lo mismo vale para la creación de la vida colectiva. Mientras, progresivamente, va tomando forma, encuentra los nombres pertinentes por ios que ella se dice. Las costumbres se perfeccionan, el sentido de las palabras participa de ello. A aquellas, falaces, de los poderes (económicos, políticos, simbólicos), a aquellas palabras esclerosadas, disociadas y abstractas, a aquellas del habla, perdida, hay que saber oponerles aquellas de la potencia vivida. Esto es precisamente una deontología del instante. La exigencia de una ética inmoral. La palabra viva y vivida se convierte en palabra recobrada. Nos encontramos, aquí, en el corazón del reencanta-miento del mundo. Capítulo I La tela de lo real 6 N. del T.: En el original, con-naissance. Maffesoli separa el término connaisance ("conocimiento") para señalar su etimología: "co-nacimiento", "nacer con".
7 Citado por Chestov, Kierkegaard et la philosophie existentielle, p. 36 y ss.
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Siempre es necesario, en los problemas esenciales, saber retroceder a fin de comprender mejor la realidad empírica. Buscar los ascendentes más secretos, y ello a fin de que las palabras empleadas puedan convertirse en palabras operantes. Sin duda alguna, lo invisible es el núcleo central a partir del cual se organizan las cosas humanas. Centralidad subterránea, ya lo he dicho, que hay que saber descifrar en la efervescencia de los fenómenos explosivos, o en la banalidad de la vida cotidiana. De acuerdo con el sentido común los pensamientos más agudos saben perfectamente que son las ideas las que mueven el mundo. Más aún, hay que tomar distancia respecto del conformismo intelectual. Incluso despreciarlo en tanto sus evidencias achaten la riqueza de lo real reduciendo a la unidad la multiplicidad de las diferencias. De allí la necesidad de poner en práctica una heterología, es decir un saber múltiple, único capaz de reconocer la riqueza de lo vivo. "Lo muy conocido,, decía Hegel, por el hecho mismo de que es muy conocido, no es realmente conocido". Y, en efecto, aquellas ideas que gobiernan el mundo, lo imaginario en su potencia fecundadora, permanecen en el misterio. Confusas e inseguras de sí mismas en muchos aspectos. Y pese a ello constituyen el cimiento que estructura el sentimiento de pertenencia cuya importancia ya no puede negarse. Strictu sensu, los valores estéticos en torno a los cuales se aglutinan, en forma obstinada, las diversas tribus posmodernas. De este modo, la evidencia de la moral universal, así como el moralismo bienpensante que es su expresión, ya no resiste los furiosos topetazos de las éticas particulares. Esta distinción (moral-éticas) se impone desde el momento en que constatamos lo que tiene de anticuado, de cautivador, la profusión de los buenos sentimientos. Desde el momento, también, en que ya no se puede negar o denegar la fuerza agregativa de prácticas y pensamientos heterodoxos; extraños e inquietantes, pero no menos presentes en la vida cotidiana. Es esta (re)emergencia de la paradoja la que reclama una audaz heterología. Indocilidad del pensamiento que acuerda con una experiencia indócil, la de la vita ipsa, esa vida misma, fuente de todas las generosidades renovadas que, por más extrañas o inquietantes que sean, están allí como tantas otras "éticas inmorales" para asegurar el fundamento de un estar-juntos en gestación. El "buen gobierno de los espíritus" precisa que estemos atentos a dicha gestación. So pena de quedar en desfase respecto del imaginario colectivo. ¡Lo que corre el riesgo de ser mucho más inquietante que los aspectos más inquietantes de la vida misma! El objeto de estudio de Michel Foucault y su aspecto prospectivo se deben justamente a que supo captar el "umbral" de la modernidad. Cómo a partir de este umbral se operó, según sus propios términos, ese "arrebatamiento" formidable que fue la universalidad del discurso occidental. Quizá, justamente, debamos ser capaces de pensar a la inversa. Sé ha llegado a otro "umbral" que puede permitir comprender que aquello que da profundidad a las prácticas sociales es, ante todo, la particularidad de los valores específicos, y la fuerza agregativa que éstos sin duda impulsan. Esto es lo que realmente importa pensar, aunque sea al precio de la destrucción de nuestras teorías tranquilizadoras y un poco anestesiantes. El término episteme significa estar en el lugar indicado a fin de ver con claridad dentro de lo que se vive oscuramente. Saber expresar ese arte de vivir que es la existencia común. Eterno problema del punto de Arquímedes, palanca metodológica que permite comprender las costumbres existentes en determinado momento, teniendo en cuenta que las mismas no tienen nada de eterno, sino que obedecen a especificidades locales, a raíces profundas y a la súbita evolución. "¡Verdad más allá de los Pirineos, falsedad más acá!" Es precisamente esto lo que, en su tiempo, destacó G. Simmel. Lo propio de la labilidad vital es producir formas y destruirlas. Y al hacer esto se supera a sí misma. ¡Paradoja fecunda si las hay! La "forma" se constituye (costumbres, hábitos, organizaciones, instituciones...), pero si quiere
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permanecer viva, debe desarrollarse destruyendo lo que constituyó. Dialógica entre la pars destruens y la pars construens. Destrucciones y construcciones van a la par. Y el arte de saber radica justamente en ajustarse al arte de vivir que reposa en dicha dialógica. La moral, tal como fue elaborada a partir del siglo XVIII: universal, aplicable en todo lugar, imperativa, es una "forma" que gobierna lo que Simmel llama la coexistencia de los individuos a partir de la "acción recíproca". Pero ésta, dentro de la secuencia lógica de la economía de la salvación judeocristiana, se convirtió, progresivamente, en algo puramente contable. De este modo la vida quedará por completo circunscripta a "pesar, calcular, reducir los valores cualitativos en cuantitativos"1. Dicha reducción es la que presidió la dominación planetaria del Dinero-Rey, la prevalencia del productivismo, y el desarrollo de la sociedad de consumo. Todos elementos que reposan sobre el imperativo categórico de una moral del trabajo que permite la realización del individuo y la dominación de la naturaleza en la que, según la prescripción divina, "con esfuerzo [el hombre] ganará su pan" {Génesis, 3, 17). Nos encontramos aquí en el corazón de la "forma" moral: la relación de dominación que el sujeto debe establecer sobre sí mismo, fundamento de la relación de dominio que este mismo sujeto debe tener sobre el objeto a dominar. Esta es justamente la napa freática que, invisiblemente, ha sustentado la vida social "moderna". Es decir un estar-juntos en definitiva racional, de efectos predecibles, en pocas palabras orientado hacia una salvación que se adquirirá en lo lejano (celeste o terrestre). Es así cómo la economía de la salvación conduce a la economía stricto sensu. No tiene sentido volver sobre el asunto. Numerosos son los análisis, en diversos campos, que han mostrado el lazo estrecho que une la Historia dominable, la moral que es su instrumento de elección y la salvación (Paraíso, tranquilización de la existencia, seguro contra todo riesgo...) que es su resultado. Podemos, en cambio, preguntarnos si este ciclo no está por concluir. Si a una "forma" fatigada o esclerosada no estaría por sucederle otra que reposa menos sobre la relación de dominación (de sí, del mundo) que sobre la de un ajaste, una conciliación. ¡Relación ética si las hay, donde lo cualitativo recobraría fuerza y vigor! Para atender a dicha inversión y a los "signos" múltiples que la prefiguran es cada vez más frecuente el uso del término "societal". Por mi parte, cuando propuse su empleo {La violencia totalitaria, 1979), lo hice para señalar todo lo que de impredecible tenía la existencia colectiva. En particular para insistir sobre la importancia de lo imaginario, de lo lúdico, de lo onírico, cosas que no eran del orden de la vida privada, sino más bien causa y efecto de la cosa pública. Tal vez sea posible ir más lejos. Y a fin de destacar el final de un ciclo, lo que he llamado lo dialógico de la destrucción y de la construcción, aferrarse a lo que es "epocal". La emergencia de otra época o la búsqueda, moral, de la salvación, en su aspecto contable o cuantitavo, tiende a dejar lugar a una relación cualitativa en la existencia donde el gasto ocupa un lugar. Curioso retorno a orígenes míticos. Actitud cuyo resorte secreto, y desde luego inconsciente como todo fenómeno de importancia, puede ser considerado, por decirlo en términos heideggerianos, como el "cuidado del ser". Precisemos, no la búsqueda de una sustancia precisa: Dios, el Estado, la Institución, sino algo mucho más indefinido, a saber una adhesión, algo animal, a la vida en toda su ambivalencia, bien-estar y mal-estar mezclados. Es precisamente esto lo que está enjuego en la asombrosa vitalidad de las tribus juveniles, la intensidad de sus acciones, la violencia de sus pasiones, el aspecto desconcertante e imprevisible de esas embestidas sucesivas que las caracterizan. La estética es el término esencial que permite comprender el juego de los afectos que resume todo esto. Estética que va por supuesto a la par de esas éticas plurales que vemos en práctica en el fanatismo musical, en la adicción a las redes informáticas, en las adhesiones tan intensas como provisorias a causas humanitarias u otras
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acciones compasivas o caritativas, sin olvidar las agregaciones sexuales en función de los diversos "gustos" (homosexual, bisexual, transexual...). La moral general reposa sobre una concepción "ontológica" del mundo: fenómenos, situaciones, identidades intangibles y seguras de sí mismas. Estas éticas plurales son de por sí esencialmente lábiles y provisorias. Pero en vez de lamentarse frente a este costado cambiante, incierto, no instituido de los fenómenos en cuestión, ¿no puede verse allí la expresión de un humanismo auténtico o integral, a saber una concepción de la cosa humana dinámica, explosiva, precaria pero intensa? En pocas palabras, la vida en su aspecto constructor pero también destructor. Frente a ese humanismo museístico y un poco esclerosado, el de las "bellas almas", el de la buena conciencia, el de las damas de beneficencia, el humanismo integral cruel y generoso de los grupos contemporáneos recuerda el costado aventurero, incierto, trágico de toda existencia. La vida que implica buena parte de muerte. Le guste o no a los que imparten lecciones y a otros notarios del saber, hay algo de nietzscheano en los excesos, así como en la ritualidad de la banalidad cotidiana: "yo, bestia de enigma, yo, monstruo luminoso, yo, derrochador de toda sabiduría". El audaz pensador se consideraba al decir esto un "temerario [casse-cou] del espíritu". Pero precisamente semejante audacia, vivida más que pensada o dicha, es la que encontramos en el mimetismo tribal y en la intensa circulación de informaciones propia de las redes informáticas. Los contactos que las mismas inducen son peligrosos, las relaciones que suscitan pueden ser también "imprudentes" [casse-gueule] (eco trivial del "temerario" [casse-cou] nietzscheano), pero expresan muy bien la inocente vitalidad del puer aeternus, de ese niño eterno que, sin seguridades, sin el pretil de una verdad establecida, vive día a día los diferentes enigmas de la existencia humana. Hay pudor y delicadeza en esta experiencia trágica. Atributos que pueden parecer asombrosos, pero que traducen claramente el abandono de la paranoia que marcó a las grandes ideologías políticas propias de la modernidad. En efecto, ya no es en función de tal o cual sistema teórico que se elaborará la relación con el otro. De allí, de facto, la tolerancia que prevalece frente a costumbres, maneras de ser, modas indumentarias o diferentes comportamientos que se expresan en las manifestaciones calificadas, púdicamente, como "étnicas". Éstas son, esencialmente, homosociales, reposan sobre un sentimiento de pertenencia muy fuerte. Pero al mismo tiempo, ya sea en la indiferencia o en el conflicto, aceptan que puedan existir otras maneras de ser o parecer. Este conflicto o esta indiferencia ya no se expresan en el orden de lo político, sino más bien de un modo lúdico. Lúdico que, recordemos aquí a Caillois o a Huizinga, puede ser agonal o estar lleno de excesivo vértigo. Tenemos aquí, todavía, una de las marcas del mito del "niño eterno" quien no tiene más que hacer calificaciones morales judicativas o normativas propias de la lógica de lo político. Retomando una expresión corriente, ser "cool" ante uno mismo, ante los otros o ante la vida en general parece ser el único mandato admisible en la estructuración colectiva. Ser "cool" es un modo de decir el rechazo de la rigidez "ontológica". Pero traduce más bien una suerte de "ontogénesis": una persona o una tribu siempre en devenir. Y podemos recordar, apo-yándonos en las tesis de ciertos naturalistas, que la ontogénesis individual o grupal es una recapitulación o una repetición de la filogénesis. Quiero decir con esto que la desenvoltura respecto de los códigos de la moral petrificada subraya que la infancia subsiste en cada uno de nosotros. Recuerda también que subsiste en cada tribu la infancia del género humano. En consecuencia, la actitud o la cultura joven, "el juvenilismo" frecuentemente estigmatizado, no sólo se limita a un problema generacional, sino a una función contaminadora. "El niño eterno" es contemporáneamente una figura emblemática, como el adulto serio, racional, productor y reproductor lo fue en el siglo XIX. Y es esta nueva figura emblemática la que va, pues, a orientar las costumbres hacia una mayor flexibilidad en la apreciación del bien y del mal. De allí el relativismo galopante en la
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manera de vivir la sexualidad, el imperativo del trabajo o la responsabilidad ciudadana. Las "banditas", en todos los campos, sólo reconocen como ley las reglas que ellas mismas se fijaron. No vamos contra el Espíritu del tiempo, y el que sopla, sea céfiro, sea huracán, sobre las sociedades posmodernas transporta con él si no la oposición, al menos la indiferencia frente a los dueños del pensar o actuar, así como frente a sus dogmas. Digámoslo claramente, la ley del padre dejó de tener éxito. Numerosos son los indicios de dicha des valorización. La educación en familia o en la escuela está atravesada por esta crisis, la acción política, el magisterio intelectual están sensiblemente desestabilizados, por no hablar del supuesto poder mediático que quedó relegado a su verdadero papel: el de una pretenciosa "mosca de coche". En resumen, es la estructura vertical, esa fálica solución del padre-todopoderoso, la que vuelve a cuestionarse. La ironía chirriante de emisiones humorísticas como Les Guignols de l'info e Le Vrai Journal, la audaz desenvoltura de revistas como Technikart testimonian, entre otras cosas, que la asunción de lo absoluto monovalente, propia de la tradición occidental, ya no tiene curso. Pueden recordarse los juiciosos y proféticos análisis de Alexander Mitscherlich sobre la "sociedad sin padre", que ponen el acento sobre la evanescencia del poder patriarcal tradicional. El camino ya se ha recorrido. Una sociedad de "hermanos" tiende a prevalecer. La distinguida androginia tal como aparece en la producción del alto estilismo masculino muestra claramente que el macho dominante quedó excluido del centro del mundo. El hombre vuelve a ser un enigma a quien le cuesta pensarse, vivir y mostrarse en la "forma" de una identidad estable y fija. Y es sin duda semejante labilidad, semejante relativismo lo que fragiliza el corpus legislativo cuyo garante es el padre. Nos encontramos en el corazón de una verdadera transubstanciación societal, cambio de fondo en que el progresivo control de un yo fuerte y seguro de sí mismo, incluso el espíritu crítico, el poder de la moral que le sirve de fundamento, en resumen lo que caracterizaba el papel de pater familias quedó bastante vapuleado. La constatación empírica nos brinda numerosos ejemplos cotidianos. De allí la emergencia de lo que he denominado "sociedades de hermanos", pequeñas bandas tal como lo pronosticaba el utopista Charles Fourier, o diversas tribus si retomamos esta metáfora cada vez más utilizada. En cada uno de estos casos, lo que está en juego es el desplazamiento desde el imperativo categórico (Kant) hacia el imperativo atmosférico (Ortega y Gasset). Atmósfera un tanto libertaria, incluso claramente anarquizante en la que el ideal de la imitación horizontal de la abadía de Telema, centrado en un hedonismo del presente, toma la delantera respecto de la pedagogía vertical orientada hacia un futuro proyectivo. La diversidad de gustos que sucede, en consecuencia, a la unidad del poder centralizado. Aquí, Hegel, quien veía en la diversidad de las tribus la característica (para Alemania) de una "nación libre", puede esclarecernos. El Imperio no consiguió abolir esto. Puesto que en cada elección, señala, "los príncipes introducían nuevas condiciones restrictivas al ejercicio del poder imperial de modo que este último se reducía a una sombra inconsistente". ¡Sensata observación sobre la inconsistencia del poder central! Bella metáfora que puede aplicarse a todas esas "zonas de autonomía temporal" que caracterizan, en todos los campos, la vida de las tribus posmodernas. La moral dominante no es más que una sombra evanescente. Es cierto que sigue, oficialmente, existiendo. Pero es museográfica. Se alude a ella, se la visita en ocasiones como se visita una curiosidad que perfuma los buenos viejos tiempos. Pero el cimiento que liga el cuerpo social encuentra en otros lados sus ingredientes. Y es esto sin duda lo que conviene pensar. Efectivamente, en semejante contexto la postura moralizado-ra ya ha quedado atrás. Y lo más curioso es que, ignorando esta evolución de fondo, siguen siendo legión esos intelectuales ávidos de jugar el papel del praeceptor humanitatis, la mayoría de las veces de un modo pedante, siempre con arrogancia. Menos comprenden lo que está en juego, más toman posición sobre todo y sobre cualquier cosa. Suscitando en sus análisis un prurito legislativo desenfrenado.
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Así, en Francia, en lo que concierne a la vestimenta, el uso del velo "islámico", o el de la barba del mismo nombre y otros sombreros van a ser reglamentados. ¿Para cuándo la prohibición de la tanga demasiado llamativa, o la de los pantalones "baggy" que dejan demasiado visible la ropa interior? Y es interesante advertir que todos estos temas son el blanco de análisis perentorios que, salvo raras excepciones, apelan al legislador a fin de salvar ¡la República Una e Indivisible! Análisis sin matices, en tanto no tienen en cuenta la dimensión "estética" de estas modas indumentarias. Ciertamente, en algunos de ellos el aspecto religioso no se puede descuidar. E incluso en algunos casos, el sedimento del poder patriarcal se expresa con fuerza. Pero no deja de ser cierto que, para una gran mayoría, lo que está en juego es una lógica de la seducción. Y el "velo" en cues-tión se alia, dentro de esta lógica, con el uso de faldas de tajo amplio y medias de red. Todo lo cual relativiza el mandato religioso. No nos extendamos, por el momento, con estos ejemplos, basta advertir que dicho relativismo debería conducir a la prudencia analítica y al sentido del matiz. Por retomar una temática cara a Edgar Morin, en una sociedad compleja hay que poder comprender los fenómenos en toda su complejidad. Al respecto, como ya lo he indicado, hay una relación tetánica entre el sustancialismo y el moralismo. La ontología que es común a ambos está siempre en busca de una "causa suprema", primera, última. Sin embargo, lo que nos muestra la observación, la presentación fenomenológica de la vida cotidiana, es que todo está en movimiento, todo fluctúa. Lo que, stricto sensu, complica la simple causalidad. La socialidad, la del "mundo de la vida" (Lebenswelt), no se reduce a un social que pueda deducirse por simple razonamiento. Ésta reposa sobre la repartición de imágenes. Lo que está en juego, por retomar ese término que, según M. Weber, caracterizaba a la comunidad, es del orden de lo emocional. La emocionalidad escapa a la prescripción moral. Reposa sobre un "zócalo ante-predicativo, pre-categorial". Las teatralidades corporales que se viven día a día en los rituales de indumentaria, o que se expresan de un modo paroxístico en los numerosos "desfiles" urbanos, subrayan un ordo amoris (M. Scheler) donde predomina un fuerte sentimiento de pertenencia. El ideal comunitario necesita símbolos exteriores, imágenes compartidas para traducir la fuerza que, interiormente, lo estructura. Pero la vitalidad de estos arquetipos, pulsión inconsciente si las hay, se expresa muy a menudo de un modo anómico. Los mitos, cuentos y leyendas están atravesados por la sombra. Esta parte oscura vuelve a encontrarse en el "trabajo" sobre el cuerpo contemporáneo. Y el éxito del tatuaje, del "piercing", así como el de Harry Potter o El señor de los anillos, no hace más que invalidar el juicio de valor y los análisis moralizadores. La intelligentsia moderna tiene, en efecto, algunas dificultades para contentarse con un juicio de hecho: decir lo que es, lo que se ve, lo que "se imagina". Habituada como está a apreciar el bien y el mal a partir de lo que se denomina el "fantasma de lo Uno": Dios Uno, la Verdad Una, la Finalidad, el Sentido de la Historia, y otras mayúsculas que ignoran la pluralidad de la cosa humana y el politeísmo de los valores. Dificultad para comprender las consecuencias de un ordo amoris que renace, el impacto de una atmósfera dionisíaca cuyo orbe tiende a extenderse cada vez más. Reconocer que hay en el imaginario y en el presenteísmo ambientes una impulsión vitalista que alía lo material y lo espiritual. El intelectualismo o el racionalismo, aún, dominante, al menos institucionalmente, se ha ocupado siempre de separar las diferentes esferas de la naturaleza humana. Fiel a la prescripción bíblica (Dios separó la luz de las tinieblas), la razón teme a ese holismo en que el anverso y el reverso se conjugan armoniosamente. Sin embargo, lo propio de la vida orgánica reposa sobre la riqueza de semejante conjugación. Así, del mismo modo en que "el espíritu del vino" está en constante relación con la materia (región, cepa), existe una sutil alquimia entre el trabajo sobre el cuerpo: vestimenta, fenómenos de moda,
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exacerbación de las diferencias, y la constitución de un espíritu común, de una religancia imaginal. Puede decirse incluso que, en los intersticios del parecer, se opera una experiencia del ser colectivo. Lo que aflora en la superficie, como un ideograma, es un inconsciente arquetípico en el que todos y cada uno comulgamos. El signo deviene símbolo, y hace surgir el otro lado, inmaterial, de las cosas. Es sin duda esta alquimia en extremo sutil, y sumamente misteriosa, la que escapa a lo que Paul Valéry llamaba la brutalidad del concepto. Consagrado a una búsqueda "deprofundista", búsqueda de una supuesta profundidad, de una esencia de la realidad, de un "numen" más allá del fenómeno, éste no ve la eflorescencia de aquello que es la marca de un placer y un deseo de estar-jun-tos a través de lo que se deja ver y, luego, se deja ser. Karl Jaspers hace referencia, en muchos de sus análisis, a la "comunicación existencial" como fundamento de toda cultura. Agregaré que ésta es siempre, en su momento fundador, anémica. Contraviene las normas establecidas, se reconcilia a menudo con antiguos valores. Resulta chocante, incluso provocadora en tanto ya no obedece a los mandatos, comúnmente admitidos, de la vida social. Y sin pretender canonizarla a priori, dicha anomia no deja de ser instructiva para quienes hacen de la lucidez una marca de la nobleza de espíritu. El retorno de lo orgánico a la vida de nuestras sociedades, es decir, la conjunción de esas cosas opuestas que son el alma y la materia, reclaman un pensamiento orgánico. Quiero decir con esto una actitud fenomenológica que pueda, teniendo en cuenta las imágenes, calificar antes que legislar. La preocupación por las denominaciones exactas ha sido, lo sabemos de tiempos remotos, el fundamento mismo de la necesaria organización social. Pero esto no puede hacerse a contrapelo. Según cuenta la sabiduría china, Tseu Lu dijo a Confusio: "el señor de Wei se propone confiarle el gobierno. ¿Qué es lo primero que según usted debe hacerse? Lo esencial es hacer correctamente las designaciones". Es esto justamente lo que subraya la importancia del buen uso de las palabras. Muy precisamente en lo que concierne al gobierno de los espíritus, es decir esa capacidad de ajustarse al estado de las costumbres. Ésta es, siempre, un poco mágica. Pero es la única que otorga su verda-dera legitimidad, su valor espiritual a cualquier poder que se considere: político, económico o simbólico. Por decirlo familiarmente, "dar" con el espíritu del tiempo exige, en consecuencia, tomar distancia respecto de la doxa dominante, esa "opinión" más o menos docta cuyo motor esencial es la pusilanimidad o la cobardía. "Dar vuelta la ostra", aconsejaba Platón (República, 521c), revolución de la mirada que sea capaz de comprender, sin prejuicios, la importancia de las efervescencias contemporáneas, y de medir sus efectos. Lo que implica que sepamos romper con lo que podría llamarse el "pelagianismo" moderno. El monje Pelagio, que rechazó el pecado original, puede ser considerado, lo sepamos o no, como el fundador de la pedagogía racionalista que se impuso progresivamente en la organización social del mundo occidental. Fundador, en consecuencia, del moralismo y del conformismo social. Para los cuales la parte de sombra de la naturaleza humana, la que apela a lo sensible, va a quedar, ineluctablemente, superada. Moralismo pedagógico que hace de la sociedad, luego de todas las instancias espirituales: universidad, prensa, edición, una inmensa manufactura de empleados al servicio de una ideología empresarial dominada por un utilitarismo omnipresente. Y es justamente esto último lo que ya no puede considerarse una cosa admisible sin discusión. La experiencia de lo vivo sobrepasa la simple lógica comercial y cuantitativa. Al "pelagianismo" oficial responde, a menudo subterráneamente pero de un modo obstinado, una especie de quietismo insolente. Es esto incluso lo que se expresa en el uso del velo o en la exhibición de los ombligos y la parte superior de las nalgas. Hallamos en estas provocaciones, aparentemente contrastadas, de hecho muy similares, la expresión del rechazo a un mundo únicamente mercantil y racional. La expresión de un inconformismo, a veces inconsciente, a veces, por el contrario, muy controlado. El
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deseo de ya no plegarse a una lógica de la separación, sino al contrario de comprender la realidad como un todo. Donde la imagen en consecuencia ocupa un lugar. Las éticas particulares inducidas por dicho inconformismo religan materialismo y espiritualismo. Y, como en otras etapas de efervescencia cultural, ello crea una especie de realismo mágico que deja estupefacto al conjunto de los observadores sociales. "Hombres teóricos" (Nietzsche), a quienes mucho les cuesta captar la voracidad de vida en sus aspectos encarnados. Encarnación que hallamos en los fanatismos religiosos, pero también en el desenfreno de los sentidos de todas las ocasiones festivas caras a las diversas tribus posmodernas. En cada uno de estos casos nos encontramos en presencia de verdaderos "desfiles amorosos", de fuerte componente amistoso, donde la seducción ocupa un lugar considerable. Tan importante es la secreción que el problema social casi debería plantearse en términos olfativos. A través del velamiento del cuerpo o de su develamiento asistimos a danzas, más o menos frenéticas, en las que todos y cada uno nos lanzamos a comulgar en una experiencia del ser colectivo. Debemos decirlo, gracias a la imagen compartida, dichas copulaciones místicas escapan, ampliamente, al juicio moral. Devastan una visión del mundo de esencia contractual, puesto que así el individuo racional y dueño de sí, protagonista del "contrato social" moderno, tiende a perderse, podría decirse a "consumirse", en la comunidad de la que es, enteramente, tributario. El ideal moral está bien provisto para dirigir al individuo racional. Es impotente frente al (re)surgimiento de los imaginarios tribales. Sin duda, es a este desplazamiento al que conviene atender: el alma colectiva tiende a prevalecer frente el espíritu individual. Se ha logrado demostrar de diversas maneras la estrecha relación existente entre el racionalismo cartesiano y el logocentrismo que derivaba de él. Ese "pienso" soberano constitutivo de sí y del mundo y que manufactura la sociedad parece hundido por un "superyó" de goce. La exacerbación del cuerpo individual en el marco de un cuerpo colectivo remite a otra forma de lazo social, de fuerte componente lococéntrico. Lo que prevalece, en efecto, es el espacio. Espacio del cuerpo propio al que se trabaja con tiempo, al que se viste para la plegaria, al que se adorna para el placer, al que se mutila para un goce doloroso. Territorio del cuerpo tribal que nos empeñamos en conquistar y que defendemos contra todas las formas de intrusión. En todos estos casos, espacios simbólicos que generan y afirman el lugar. Es lo que puede llamarse la "religancia” imaginar. A menudo he señalado este desplazamiento del logocentrismo al lococentrismo al recordar que existen épocas en las que el lugar hace el lazo'. Desplazamiento que reclama una actitud no judicativa. Trasponer nuestra habitual tendencia a analizar en términos de "bien" o de "mal". Lo que debería incitarnos a constatar en qué medida los fenómenos que pueden parecer anómicos, y que ciertamente lo son en relación con las normas establecidas, pueden ser considerados como los índices (Índex) más seguros que apuntan hacia una nueva sociedad en gestación. No es la primera vez que estos índices cobran significado. Entre la multitud de ejemplos históricos, puede recordarse que cuando los historiadores del arte o los filósofos de la vida religiosa analizan la rebelión de los monjes de Citeaux contra lo que éstos consideraban era el enfriamiento de las reglas a manos de la abadía de Cluny, señalan que "la orden de las formas corresponde a la orden del espíritu". Y que, recurriendo a una nueva ética comunitaria, los cistercienses crearán "formas" nuevas en la que ésta pueda desarrollarse. Ética más próxima a la naturaleza, a la simplicidad de las relaciones, "religancia" renovada y depurada por una superación de las leyes artificiales surgidas de la esclerosis y las gravitaciones institucionales. Ética que tiene como ambición restaurar el fervor original y la edificación del cuerpo monacal a fin de llevar a cabo la vocación monástica de un mejor modo. Y, "símbolo" importante, esto va a hacerse con el uso de un "hábito" nuevo que significa, así, la unión mística proyectada.
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En un sentido estricto, el arte cisterciense es una cultura nueva que se opone a una civilización empobrecida. La arquitectura, la decoración, la apariencia son, pues, algunas de las expresiones de un espíritu común y de un estar-juntos siempre vivo y renovado. Las lecciones de este ejemplo pueden extrapolarse para mostear que toda instauración nueva es una transfiguración. Ésta reclama figuras en las que el ideal comunitario se reconoce y se complace. Es fácil observar cuánto las prácticas contemporáneas obedecen a una lógica similar. Si bien las "formas" que éstas utilizan pueden ser, ciertamente, transgresoras, no por ello son menos fundantes si se las sabe apreciar por lo que son y no por lo que nos gustaría que fuesen. Si hago aquí referencia a un ejemplo religioso es porque, en efecto, es impresionante ver cómo esas nuevas formas de socialidad están por un lado atravesadas por la intensidad propia de la religiosidad, y por otro lado expresan una desbordante intensidad en relación con el otro, y ello gracias a las imágenes compartidas. Intensidad y densidad que, presenteísmo obliga, por más efímeras que sean no dejan de ser reales. La actitud "contemplativa" que prevalece sobre la pulsión política, propia de las generaciones precedentes, el hecho de que la intuición en las relaciones sociales tome la delantera respecto de las asociaciones reflexivas (partido, sindicatos), el hecho de que se privilegien todas las ocasiones de "furor" (furores festivos, efervescencias diversas), todo esto crea una atmósfera específica en la que el sujeto sustancial que, en la tradición occidental, nos resultaba familiar, ya no tiene gran importancia. Lo subjetivo tiende a dejar lugar a lo "trayectivo" (G. Durand). Es decir al conocimiento directo de la íntima conexión de todas las cosas. Correspondencia holística, intuitiva religancia con los otros y con la naturaleza que nos rodea, todo ello se traduce, trivialmente hablando, en el hecho de "dejarse llevar", de "pasarla bomba" o de "conectar". Larga es la lista de expresiones que manifiestan la superación de una lógica discursiva, y que destacan la calma violencia del flujo vital. Podemos, desde luego, ofendernos. Pero no deja de ser cierto que el imperativo categórico de la moral establecida deja lugar, cada vez más, a la puesta en práctica de pequeñas libertades intersticiales en las que domina una forma de alegre inmoralismo. Esto es precisamente el ordo amoris (M. Scheler), causa y efecto de los múltiples éxtasis societales. Podemos asociarlo con las intuiciones de Bergson: el pasaje de lo estático a lo dinámico, de lo cerrado a lo abierto, de una vida rutinaria a la vida mística. Esto ilustra claramente, en teoría, todas aquellas situaciones empíricas en las que la fórmula conceptual (política, social) deja lugar a una forma operatoria. Una forma comunitaria en la que todos y cada uno ya no buscamos nuestra singularidad, ya no afirmamos nuestra especificidad, sino que nos empeñamos, concretamente, en no hacer más que uno con el objeto que nos pertenece o al cual pertenecemos. Una forma que reposa, esencialmente, sobre la imagen. Velo islámico, kipá judía, pañuelo Hermés, lencería Calvin Klein, podrían, con tiempo, multiplicarse los signos y las marcas, que pueden considerarse como tantas otras manifestaciones del sentimiento de pertenencia. Stricto sensu "se está dentro" de eso mismo que se exhibe como emblema de reconocimiento. Incluso, y sobre todo, si dicha afirmación provoca o desestabiliza a quienes "están afuera". El ombligo al desnudo de un modo "sexy", la circuncisión religiosa, así como el "piercing" íntimo favorecen los éxtasis comuniales. Son algunos de los rituales anodinos o exacerbados por los que las micro-tribus contemporáneas expresan sus afinidades electivas. Por los que transfiguran un cotidiano dominado por una lógica mercantil, en una realidad espiritual que si bien, a veces, se refugia tras la máscara de la trascendencia, no deja de ser, siempre, profundamente, humana: lo que vivo, con los otros aquí y ahora. Prácticas encarnadas, encarnación que debe comprenderse en un sentido preciso: placeres de la carne, mortificación de la carne, la diferencia tiene poca importancia, como medios de volver a decir la importancia del cuerpo individual en el marco del cuerpo colectivo. Cuerpo místico o "cuerpo
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imaginar", que en todo caso ya no se reconoce por los mecanismos de la abstracción racional, sino que tiende a afirmarse en la organicidad de los grupos emocionales. Invirtiendo el adagio popular, el hábito hace al monje. El "atuendo", ya sea sobre o en el cuerpo, se convierte así en jeroglífico. Signo sagrado que permite participar de una especie de trascendencia inmanente. Piedras vivientes de un templo inmaterial donde nos "sentimos" bien. Construcción simbólica en la que se corporiza todo junto. Morada real o virtual que asegura protección y consuelo. Los apasionados por los juegos informáticos lo saben perfectamente, ellos buscan, perdidamente, en las fuentes de Internet una forma de comunión y así crean comunidades no menos "reales" que los reagrupamientos sociales, esto es racionales, propuestos por la sociedad. En este sentido, los seudónimos utilizados son algunas de las marcas en el propio cuerpo que permiten integrar un cuerpo colectivo. Hay, a menudo, una "adicción" innegable. Pero ésta no hace más que significar una ebriedad colectiva: dejar su huella en la trágica impermanencia de lo dado mundano. Esto nos invita a seguir los signos de pista del nomadismo tribal contemporáneo, hecho, paradójicamente, de arraigo y exilio. Del deseo de ser y de vivir aquí, pese a sentir nostalgia de otros lugares. ¿No debe verse en esta paradoja la quiebra de una moral racional de la asignación de residencia, de una existencia cerrada sobre sí misma y, al mismo tiempo, la emergencia de una ética dinámica que alía los contrarios? Cuando la escuela filosófica de Palo Alto elaboró la noción de "proxemia", pensaba, dentro de una sensibilidad ecologista, en la consideración de lo que está próximo pero en interacción con el entorno global. Doble necesidad que incluye lo real vivido en el vasto marco de una realidad total. Volvemos a encontrar aquí una especie de eco de la noción de domus propia del pensamiento antiguo. Importancia de la "casa" que no queda limitada por las cuatro paredes de la habitación, sino que adquiere sentido en función de la fauna, de la flora, incluso de la parentela que la rodea. Por una especie de concatenación mágica, o prácticamente mística, el lazo social se construye, simbólicamente, a través de una apropiación de lugares sucesivos. El término español inmediaciones, que describe lo que rodea a un punto central o a una ciudad de importancia, es, al respecto, esclarecedor. En tanto muestra con claridad que lo que está próximo vive en osmosis, sin mediaciones, por contigüidad con la ciudad que le da sentido. Hay como una inmediatez absoluta entre los diversos elementos de un todo. Una co-presencia que vuelve a cada elemento indispensable, y al conjunto específico u original. Es este "doméstico" y esta "inmediatez", es decir una manera de interactuar por contaminaciones sucesivas, por irradiaciones, lo que puede ayudarnos a comprender el desplazamiento desde la moral hacia la ética. Mientras que aquélla es un tanto abstracta, desarraigada, ésta es ante todo encarnada, proxémica. Si se alude a la etimología del término, es ante todo concreta (cum - crescere): crece con lo que la rodea. El entorno social sólo adquiere sentido así en función del entorno natural. La ética acentúa el espacio, el territorio, la región... que le permiten ser. Ética como modo de vida, como manera de existir a partir de un lugar que compartimos con otros. La cultura, pues, deviene particular y ya no tiene la preterición universal de la civilización. Bajo esta perspectiva, el espacio es en cierto modo un tiempo vivido. El de las pequeñas historias, el de los momentos (buenos 0 malos) que por sedimentaciones sucesivas hacen, justamente, La cultura concreta: una memoria compartida, lazo carnal. En este sentido la ética doméstica, podríamos decir tribal, es una ética de la situación. Ligada a una estancia, a un emplazamiento particular. De diferentes maneras, Heidegger atendió a este "Ethos" como modo de habitar: "ética quiere decir que ésta piensa la estancia del ser humano". Estamos bastante lejos de la afectación moral de las bellas almas responsables de la humanidad en su conjunto, y atormentadas por las desgracias del género humano.
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La ética de situación es, más modestamente, más humanamente, con más humildad pues, una yuxtaposición de rituales cotidianos, que crean un estado de alma colectivo. Es tributaria de un lugar, ya sea real o simbólico, y está atravesada por el cuidado de ese lugar. Así pues ese suelo, esa tierra, ese mundo devienen por sucesivos círculos importantes. "Interesan" porque estamos ahí adentro (ínter esse). Como dice Merleau-Ponty, es "porque lo habito", a este mundo, que puedo tomarlo con seriedad. En este sentido, en la ética que se delinea estamos lejos de lo intemporal y de lo universal, sino más bien en el corazón mismo de un humanismo del presente. Capítulo 2 Una moral saturada Hay especies de verdades que desaparecen con el mundo moral, como hay razas de animales que perecen en el mundo físico. De ellos sólo se recogen curiosos restos, buenos para poner bajo vidrio en un gabinete de historia intelectual. Chateaubriand Se ha podido definir el Renacimiento como la transformación de las costumbres, las ideas y los sentimientos. Dentro de un hervidero intelectual, político e intelectual, se logró poner en práctica un ideal de cultura racional, afirmar la preeminencia del libre examen, y elaborar una especie de laicización intelectual de la humanidad. Una humanidad que advierte, progresivamente, que vale por sí misma. En suma, gracias al método y al espíritu crítico y al nacimiento de un vasto movimiento de emancipación que va a afirmarse, en el siglo XVIII, con la filosofía de las Luces, y a encontrar su desarrollo, en el siglo XIX, con los grandes sistemas sociales cuya influencia resulta, todavía, determinante para numerosos análisis contemporáneos. Será sin duda sobre esta base que se constituirá la doctrina moral moderna. Pero hay que matizar o, al menos, completar dicha perspectiva. Pues si el Renacimiento, y el hervidero cultural del que es causa y efecto, sigue siendo un punto fuerte de ese devenir moral del mundo, no debe olvidarse el background judeocristiano sobre el cual esta visión del mundo reposa: el rechazo de ver y aceptar la vida tal como es. He aquí una de esas banalidades de base que nos cuesta aceptar: la fuerza del no a la, vida que, siempre, atormenta al imaginario occidental. Y de san Agustín a K. Marx, encontramos, como un hilo conductor, tenue pero sólido, la negación radical de lo que es en nombre de lo que debería ser. Lógica del "deber-ser" que, según Max Weber, es la característica esencial de la moral. Tengo algunos viejos recuerdos de las "pruebas" de la existencia de Dios hechas por San Anselmo. Y su sensibilidad teórica se resume fácilmente: "carmen de conternptu mundi", un canto que debe despreciar el mundo. Si Dios es, el mundo es lo que no es. ¿Encantamientos religiosos frente al hedonismo terrenal? Pero las teorías de la emancipación, verdaderas formas profanas de la religión, no dicen otra cosa: denigrar este mundo por un mundo mejor. Ese "mejor de los mundos" que conviene construir, sea refrenando, sea vejando, por medio de leyes abstractas, las simples alegrías de la existencia. El deber-ser es, por naturaleza, universal. El normativismo, que es su consecuencia lógica, no puede más que erigir barreras para canalizar la efervescencia de un querer-vivir por construcción desordenada. De allí lo que Cari Schmitt denomina, justamente, esas "orgías de decretos", que tienden en particular a proliferar cuando las instituciones ya no están en sintonía con el hervidero
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instituyente. Jamás se elaboran tantas leyes imperativas como cuando el poder político está, totalmente, desconectado de la potencia societal, la de los responsables de la economía, o aquella, sin atributos, de la vida cotidiana. Pero la eterna rebelión de las cosas contra las palabras inadecuadas, rebelión contra los esquemas impuestos y abstractos, obliga, regularmente, a revisar las convicciones más establecidas y los pensamientos convencionales. Es esto justamente lo que está ocurriendo con la doctrina moral moderna. El racionalismo, el libre-examinismo rebelde del Renacimiento, se han convertido en dogmas inquisitoriales. Y es la mutación de las costumbres, las ideas y los sentimientos lo que, en el simple sentido del término, se encarga de relativizar lo que parecía un logro intangible del progreso de la humanidad. Cada vez más, el universalismo moderno (podría decirse occidental o judeocristiano) se experimenta como algo limitado, unívoco. Precisamente en tanto no ve, y no tiende a valorar, más que un aspecto del estar-juntos. Como bien lo formuló Auguste Comte: reductio ad unum, éste fue eficaz al reducir todas las cosas a su más pequeño denominador común. Pero por consiguiente pasó al lado de su esencia. Y es esta última, es decir una vida más compleja, más vasta, más generosa también la que tiende a expresarse en el policulturalismo que se expande, cada vez más, en nuestras sociedades. Con el relativismo intelectual y existencial que esto sin duda promueve. A la estabilidad de lo uno, tiende a suceder la labilidad de lo múltiple. Y el aspecto efímero de las cosas es correlativo a su fragmentación. Andy Warhol y "sus quince minutos de fama" pueden ser considerados como el símbolo de ese pluralismo presenteísta. ¡Paradigma, también, de la relatividad de la intangibilidad de la moral! Es, justamente, el aspecto efímero de las cosas de la vida lo que implica el fin de la moral universal y la emergencia de éticas particulares. En efecto, a qué remite el presenteísmo difuso sino al hecho de repatriar la eternidad aquí y ahora, a querer en un "instante eterno". Aquí tal vez esté la clave que permita comprender lo que E. Berl llamaba la "muerte de la moral burguesa". ¡Y esto era en los años 20! Y es cierto que esta intuición se convirtió en una realidad par-ticularmente estridente. Tanto es así que en todos los campos: sexualidad, trabajo, civilidades diversas, códigos indumentarios, sin olvidar las múltiples formas de saber-vivir, se han operado trans-formaciones de fondo. Éstas son profundas e irreversibles. Son estos modos de ser los que constituyen eso que ha convenido en llamarse la sociabilidad. Es decir la aplicación concreta de esta forma particular de estar-juntos que es el contrato social. Un social racional, donde toda manifestación del azar queda excluida, social, sobre todo, cuya temporalidad esencial es el futuro. Sólo lo que está "por-venir" tiene importancia. Es sobre dicho proyecto que reposa el imaginario occidental. Y es esta tensión la que sirve de fundamento a la moral. En efecto, puesto que la verdadera vida está en otro lado, "Ciudad de Dios" (san Agustín), "Sociedad perfecta" (K. Marx), deben dictarse leyes que permitan seguir del mejor modo el camino a cumplir para acceder a estos diferentes paraísos. Cari Schmitt no se equivocó cuando, como buen jurista, pero también, no lo olvidemos, como buen católico, mostró la necesidad de dogmas, reglas, rituales como necesaria "juridización de la inmediatez carismática". En una ideología de una salvación por venir, se necesitan mediadores: Cristo, el proletariado, y mediaciones, las leyes generales que rigen el aspecto desordenado de esta vida viva, un poco animal y sobre todo "inmediata". Así, la moral/racional, la moral/jurídica, la moral/política, la moral/social, aunque no tenemos aquí más que tautologías, la moral pues es apenas un avatar de la preocupación moderna por el futuro cuyo origen, si seguimos a Karl Lowith, "debe buscarse en el profetismo judío y en la escatología cristiana". Ésta reposa sobre una verdad universal, la del progreso continuo de la humanidad hacia un paraíso. Que sea celeste o terrestre no cambia nada.
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Mito del progreso. Paradoja del prometeísmo judeocristiano que hace del futuro el único elemento temporal válido. G. Steiner habla incluso de "futuridad". Y es, justamente, a partir de esta estructura temporal precisa que va a elaborarse la moral de la producción: el trabajo corno realización de sí, la moral de la reproducción, única sexualidad legítima. En suma, la moral como "economía" de sí y del mundo. Así, al otium premoderno le sucede el neg-otium moderno. Todo se somete al negocio, a lo que se contabiliza, se atesora, se mercantiliza. Hasta olvidar la tan misteriosa, inasible vía del "residuo": el lujo, el excedente de vida, el exceso, la intensidad, el precio de las cosas sin precio que hacen a la especificidad de la existencia. Es, por otra parte, el olvido de este "residuo", lo que mostraron claramente, cada uno a su modo, G. Batailie o M. Heidegger, aquello que condujo al mito del progreso a no ser más que el instrumento funcional en extremo de la devastación del mundo. El mito del progreso deviene ideología del progreso desde el momento en que una cultura ya no sabe integrar la desbordante energía de una vitalidad que es, por construcción, paradójica, plural, ambigua y en muchos aspectos anémica. El mito procede por intuición, reposa sobre el instinto, está hecho de imágenes compartidas. Es, esencialmente, mosaico. Las verdades que lo animan son interiores. Siempre tributarias de situaciones concretas, son siempre momentáneas. La ideología del progreso, en cambio, es enfermizamente discursiva; tiene la brutalidad del concepto. La verdad que promueve se pretende universalista. Las imágenes compartidas quedan relegadas al rango de arcaísmos por una razón que se impone y que sobre ellas quiere imponerse. Que secreta una moral ontológica, otro modo de decir, por citar a Nietzsche, la "pesadilla del bien en sí". En efecto, esto se ha dicho de diferentes maneras: por mucho querer el bien se ha desembocado en su exacto contrario. ¡Heterotelia! Efectos perversos de los que la historia proporciona cientos y cientos de ejemplos. Retomemos esa fórmula, que da en el blanco, de Renán: "esperábamos a Cristo y lo que vino fue la Iglesia". La gracia de la efervescencia, la densidad de la espera mesiánica dejan lugar al peso de la institución. Y ya vemos perfilarse las hogueras, la Inquisición, la pesadez de las imposiciones morales. En nombre, desde luego, del Bien y de la Salvación que ésta supuestamente promete. Será siempre en nombre del Bien, tal como ellos van a definirlo, que Stalin, el "padrecito de los pueblos", y Hitler poblarán campos y "gulags" con todos aquellos que no pueden, por incapacidad racial, o no quieren, por falsa conciencia de clase, apreciar los contornos de ese Bien en su justo valor. Puede verse con claridad su efecto perverso: genocidios y masacres en masa, adoctrinamiento y campos de reeducación, no son más que las consecuencias sanguinarias, patológicas, pero lógicas de estos "filántropos" que en todos los tiempos, en nombre de la verdad, del Bien en sí, pretenden aplicar los dictados de la diosa Razón. Robespierre y Saint-Just, no lo olvidemos, ¡eran dechados de virtud! El valor atemporal de novelas como £7 hombre sin atributos, de R. Musil, radica en mostrar patentemente cómo la "Kakania", ese paraíso de orden y equilibrio, hace implosión porque la mo-narquía habsburguesa y su inamovible emperador, Francisco José I, ha impuesto una era de razón hecha de normas y medidas incapaces de integrar la exuberante vitalidad de un mundo en gestación. Y es esta melosa y mortífera moral la que sería librada a lo que con toda razón Stefan Zweig llamaba una "explosión de bestialidad colectiva". Asimismo, en Sobre los acantilados de mármol de E. Jünger se murmuran signos premonitorios sobre el fin de un mundo. El de la República de Weimar, heredera de un pueblo de funcionarios y filósofos que hicieron de la Moral racional la meta de la marcha del Espíritu hacia su propia realización. Y es posible decir que el nihilismo, cuya terrible sombra se perfila en esta novela, puede ser considerado como el retorno de lo reprimido, de una sombra cuya existencia fue negada por la Aufklárung. Pues el ideal de la vida moral que encuentra su cima en el siglo de las Luces reposa en una
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explicación más racional, más científica, liberada del mito y de los diversos presupuestos oscurantistas. A la distancia, puede verse en este ideal moral la nueva religión de la modernidad. Religión gobernada por la diosa Razón. Así, E. Renán, chantre ilustrado de este nuevo culto, no duda en declarar que "la ciencia comprende el futuro de la humanidad, ella sola puede decir la palabra de su destino y enseñarle la manera de arribar a su meta". Alto vuelo lírico, sobre el que no cabe ironizar, en la medida en que expresa claramente todos los deseos, las esperanzas colectivas del momento. Esperanzas que suscitaron búsquedas, acciones, políticas y diversas organizaciones sociales a lo largo del siglo XIX. Y sin embargo este ideal moral hecho de fe en la ciencia, de confianza en la razón y fie seguridad en cuanto al futuro no pudo impedir esas horribles masacres que fueron las guerras mundiales, los campos de concentración nazis y comunistas, las explosiones atómicas, las hambrunas asesinas, los actos de terrorismo y otras formas de barbarie que la civilización moderna había creído exorcizar. Así, sólo por tomar un ejemplo entre éstos, a propósito de la Primera Guerra Mundial, S. Freud declaraba que "jamás un acontecimiento había destruido tantos bienes preciosos comunes a la humanidad, extraviado tantas inteligencias entre las más lúcidas, rebajado tan radicalmente lo que ésta había elevado". Valiente diagnóstico que podría aplicarse, sin cambiar una sola coma, a todos esos fenómenos, aparentemente diferentes, de hecho extrañamente parecidos, que fueron sucediéndose a lo largo del siglo XX: comunismo en la Unión Soviética y en los países satélites, Revolución cultural en China, depuración en Camboya, milenarismo de un Reich racialmente puro en Alemania, lejos está de quedar cerrada la lista de esos mundos mejores fundados sobre un ideal moral de fuertes justificaciones, legitimaciones, racionalizaciones científicas. ¡Y qué decir de todos aquellos, intelectuales o políticos, que avalaron estas acciones! Sin duda fue en nombre del Bien que se elevaron sus voces, y que sus plumas se activaron. Algunos, aún hoy, siguen sirviendo a estas causas, y dan, sin vergüenza, lecciones de moral o de cientificidad a quienes no tienen la suerte de detentar la verdad. Pensando en esto, en estos últimos, estaríamos casi dispuestos a escuchar al astuto de Talleyrand, especialista en la materia si los hay: "hay algo más horrible que la mentira: la verdad". Todo esto debería promover en nosotros más modestia o incluso más prudencia, que es, para la antigua sabiduría, una característica esencial de la inteligencia. Inteligencia que, en su sentido etimológico, es esa capacidad de unir, de reunir cosas dispares. Un centro de la unión, algo esotérico, que respeta la diversidad, la multiplicidad de las maneras de ser y pensar. Estar atentos a los misterios del ser es reconocer lo que, en los fenómenos sociales, se elabora más acá o más allá de la simple conciencia racional. En este sentido habrá que retomar la función del instinto, la fuerza y la perduración de los arquetipos, la importancia de los arcaísmos y de los inconscientes colectivos. Quizá se trate aquí de lo que he llamado la "revancha de los valores del Sur" donde predominan el secreto y los misterios compartidos. Según Virgilio, Latium, latino, quiere decir escondido (Eneida, VII, 323)'. Proveniente de un lugar donde el sol es muy débil, el mundo anglosajón, la modernidad magnificó la claridad. Todo está bajo la mirada de un Dios único, luego de la razón. La obsesión de la transparencia, el miedo a la corrupción serían, en la contemporaneidad, sus últimos avalares. En la latinidad, en cambio, la luz está ahí, el sol reina, de allí el deseo de lo nocturno, la valorización de la sombra. La combinazione italiana, el jeitinho brasileño, el "sistema D" francés son, por lo tanto, deportes nacionales, expresión de un saber-vivir donde lo claro y lo oscuro acuerdan, armoniosamente, en una conjunción indefinida. El Bien y el Mal no se excluyen mutuamente. Dios y Satán están más o menos de acuerdo. Del Diablo, Shakespeare dijo que era un caballero. Tal vez porque se ocupaba del hombre en su totalidad, sin descuidar la parte de sombra que, también, es la
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suya. Caballero en todo caso porque dejaba su lugar a Dios. Esta metáfora: Revancha, de los valores del Sur, pretende que atendamos a un relativismo vivido, que proviene a un mismo tiempo de muy antiguo y retoma, en nuestros días, fuerza y vigor. Relativismo que reposa en una desconfianza de fondo respecto de esas religiones profanas cuyos dogmas sagrados se ornan con el título de ciencia. Lo que constituye una contradicción en los términos. Pero también un relativismo suspicaz frente a las promesas de una emancipación futura sobre las que se había fundado el moralismo moderno, suspicaz frente a esa excepción cultural propia de Occidente, la convicción de que la Historia tenía una ley; la creencia de que tenía un sentido. En su progresiva, lúcida y empírica desilusión respecto del comunismo, Arthur Koestler notaba que éste era "la continuación y el cumplimiento de la gran tradición judeocristiana, una rama nueva, totalmente fresca, sobre el árbol del progreso europeo a través de la Revolución Francesa y el liberalismo del siglo XIX, hacia la era socialista". Se podría remontar aún más lejos esta genealogía, el monoteísmo y su Decálogo son, sin duda, el fundamento original de todo esto. Pero el diagnóstico es seguro en tanto pone claramente el acento en la fe en una salvación futura como motor esencial de toda perspectiva moralista. Y no deben escatimarse los medios para realizar esta salvación. Los textos de la Inquisición dan fe de ello. Y el Gulag (acrónimo de Glávnoe Upravlénie Lagueréi) era concebido como un "campo de trabajos correctivos". Fue siempre en nombre de esta moral que numerosos maoístas franceses defendieron esos mismos campos de "reeducación" en China o en Camboya. Ahora hacen moral en tanto universitarios, periodistas de renombre, o políticos reciclados en el reformismo o en la derecha más o menos extrema. Muy diferente es el relativismo del politeísmo por el cual el equilibrio de la vida común no reposa, simplemente, en reglas de obligación moral, sino más bien en leyes fundamentales del Ser. Es decir cómo ese hombre finito, efímero, que es consciente de su muerte y limitado en el tiempo, puede comprenderse en su ser. Y esta comprensión de su finitud no es entendida como una falta, una privatio (San Agustín), como si se tratase ele un pasaje lo más rápido posible por ese "valle de lágrimas" que es la Tierra, antes de acceder a la verdadera vida: la vida eterna, sino que ese límite, esa finitud deben verse más bien como la marca específica del ser del hombre. W. Jaeger mostró claramente que la "formación" del hombre griego reposaba en esto último. M. Heidegger hizo de ello el objeto penetrante de su meditación interrogativa. Es esta sensación vivida de la relatividad de la existencia, y del sentimiento trágico de la existencia que ésta sin duda promueve, lo que encontramos en el relativismo moral contemporáneo. Trágico ceiebratorio. Que, al mismo tiempo, ya no cree en el sentido de una Historia finalista, menos aún en su Ley ineluctable, sino que es muestra de una innegable generosidad de ser, en el aquí y ahora. Fracaso de lo político distante y nuevas formas de solidaridad en el presente vivido con una intensidad rabiosa. Tales son precisamente las paradojas del lazo social posmoderno. Pues, mal que les pese a esas damas de beneficencia que defienden un contrato social ya un poco obsoleto, y que pegan gritos de vírgenes espantadas ante las costumbres salvajes de las tribus posmodernas, sí, el lazo social existe. Pero estas manifestaciones nada tienen de proyectivo, aunque sean, perfectamente, prospectivas. Y son estas maneras de ser y de pensar, anémicas, miméticas, emocionales, localistas, en una palabra, tribales, las que destacan con claridad la saturación de la forma moral y que, al mismo tiempo, acentúan la emergencia de la forma ética o deontológica, quiero decir con esto, siguiendo de cerca la etimología de ambos términos, un lazo (comunicativo) social más eventual, tributario del instante y en relación con el instinto. Un lazo primordial, en cierto modo. En el cual el individuo cuenta poco, mientras que la comunidad se valoriza.
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Dejemos a estas solteronas espantadas la crítica fácil y estigmatizante del comunitarismo. Llenan con esto páginas enteras en esos boletines parroquiales que siguieron a la prensa libre y valiente. ¡Dejémoslas con sus lloriqueos! Hay cosas mucho mejores que hacer: pensar en las nuevas y, en muchos aspectos, viejas, formas de un estar-juntos que está mudando de piel. ¡Pensar el inmoralismo ético en su eterna reiniciación! Capítulo 3 Sabiduría salvaje Multa remscentur quae iam. cecidre. Horacio "PASARLA COOL" Vayamos más lejos en la crítica de los elementos fundamentales de los grandes sistemas teóricos de la ideología occidental: el sustancialismo, el subjetivismo, la conciencia de sí. Tocios elementos que han sido la base sobre la que se elaboraron las representaciones del antropocentrismo moderno. La acción inaugural de la empresa cartesiana, la de la duda universal, culminó en esas certezas epistemológicas, no menos universales, que hacen de la conciencia individual y del ideal de dominio las bases mismas de todo conocimiento. ¡Ideal prometeico si los hay! Intentemos oponer a esto, sobre la base de presentaciones empíricas, la comprobación intuitiva de esos "datos inmediatos" (H. Bergson), de esas "ideas-fuerza" (A. Fouillé) que permiten atender a la vida presente. A eso que he llamado el humanismo del presente donde volvemos a hallar el flujo mezclado del sueño y de la realidad, el espesor y el agobio de la existencia cotidiana. Aquello que, desde un punto de vista teórico, manda preferir la vida a la idea de la vida. He aquí, en efecto, el único mandato que merece ser proferido: saber apreciar, darle su precio a lo que M. Merleau-Ponty denominaba bellamente "la carne del mundo". Las "ideas-fuerza" que actúan en nuestras sociedades, tan evidentes que ya no las vemos, son justamente la activación y la integración, en la vida diaria, de esos viejos arquetipos que actualizan sus energías y las potencialidades del inconsciente colectivo. La publicidad es, al respecto, un ejemplo esclarecedor. Pero lo mismo vale para la música (tecno o gótica), para la producción cinematográfica, por no hablar de las diversas teatralidades urbanas. En cada uno de estos casos, nos enfrentamos a un proceso de anamnesis de cosas que habíamos creído superadas. Las criptas y cavernas de nuestra naturaleza humana. Los "ladrillos" primordiales que son el fundamento de toda vida cultural, y cuya importancia apreciamos con asombro. Especie de realidad latente, "residuos" filogenéticos que reaparecen en las prácticas y los excesos tribales. Se trata aquí de una especie de sabiduría salvaje que libera la bestia que dormita en el fundamento societal. Especie de vértigo de la naturaleza en el seno mismo de la cultura que se traduce en todas las conmociones contemporáneas, y que efectúa, también, una desidealización de la especie. Quiero decir con esto que estas conmociones, estos climas emocionales, este retorno furioso del aféelo, testimonian la saturación del idealismo oficial y el primado de la conciencia de sí que es su expresión. Vértigo de la naturaleza que testimonian las numerosas efervescencias contemporáneas, incluso podría decirse vestigios o mejor abismos que socavan las certezas racionales. En efecto, y es precisamente esto lo que experimentamos confusamente: el subsuelo no puede sondearse en su totalidad. Del mismo modo, sabemos, también, que si el abismo es un fondo, al mismo tiempo son fondos. Un tesoro en el que podemos hurgar.
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Tal vez sea aquí donde resida la fuente de la curiosa vitalidad contemporánea. Ciertamente, por un lado contra la doxa del pensamiento establecido, ese abismo (fondo, fondos) que renace enseña que la "felicidad", esa idea nueva según Saint-Just, no es un ideal esencial. Que la salvación, de esencia judeocristiana, es demasiado abstracta, que la segurización de la existencia procede de una aspiración de comerciante. Pero, por otro lado, se expresa una suerte de júbilo en el desamparo. Ya he llamado la atención sobre ese sentido de lo trágico "incorporado" que sabe adecuarse a lo que es, transigir con ello. La inteligencia de los equilibrios. Gracias a ésta (he aquí la vitalidad de la que hablamos), cada cual descubre en la potencia del grupo la raíz de sus sueños y, más sencillamente, de sus maneras de ser. Reviviscencia del antiguo "conócete a ti mismo", cada cual se comprende a partir de ese fondo (fondos). Se integra en una aventura (adventurus: lo que debe venir), causa y efecto de un englobante que vivifica. Y es porque existen todos estos hechos evidentes que la experiencia cotidiana nos propone, que debemos, retomando una temática heideggeriana, ser capaces de superar al sujeto dueño de sí, del mundo y de lo social. Cuestionar la posición central del hombre y de la conciencia. Lo que es importante advertir es que "lo mundo" es algo así como un mundo que se eleva, como puede decirse que leva la masa del pan. Al decir esto, Heidegger quería destacar que más allá del sujeto y de la conciencia, el pensamiento debía estar atento a este mundo de aquí, al misterio que promueve. Hay que reconocer, con lucidez, con humildad que las leyes morales son extremadamente variables, y el retorno cíclico de lo que creíamos haber superado está allí para probárnoslo. En cuanto a las leyes fundamentales del espíritu humano, varían muy poco. Revisten una apariencia contemporánea. Es todo. Y estar atentos a lo invisible, pero operatorio, imaginario societal, nos obliga a admitir que numerosos fenómenos actuales no son sino la repetición de viejas creencias, ilusiones, emociones populares. Es sorprendente observar, al respecto, cómo buena parte de la producción cultural, en particular aquella que atrae a las jóvenes generaciones, tiene su fuente en el retorno del "misterio", al que debemos, aquí, comprender strictossimo sensu: un compartir de los mitos, religancias comunitarias, lenguajes específicos, reactualización de la iniciación. Los misterios de los grupos religiosos del final del Imperio Romano, aquellos que se celebraban en las iglesias medievales, así como los que encontramos en las efervescencias musicales de nuestros días, o en esas grandes misas que son los desfiles de la alta costura contemporánea, vuelven en el fondo a decir lo mismo: la creación de un ambiente emocional en el que todos y cada uno estamos "atrapados". Gran myslerium insondable en el cual y gracias al cual la persona singular se siente integrada en una comunidad que la supera. Lo que obliga a volver a una forma de existir al mismo tiempo simple y fundamental: la de "ser-aquí". La teatralidad como condición ele aparición de las cosas. Entendiendo por ello que en el juego teatral hay algo excesivo, exagerado. Una "situación límite" que permite la existencia. La noción de genio puede iluminarnos sobre este punto. No el genio en la forma que lomó durante la modernidad, precisamente en el siglo XIX: el de un individuo de excepción, sino el genio como expresión momentánea de una cualidad colectiva. De allí que encierre una cuota de inconciencia. No actúa, no crea en conciencia, o en función de leyes exteriores, sino más bien de acuerdo con una naturaleza en la que participa. Es un "favorito" de los dioses, podría decirse del "divino societal" que lo trabaja. Cristaliza, en un momento particular, el genius colectivo (grupo, familia, gens) en el que participa. Así pues menos conciencia (de sí) que insciencia: ser en, o ser sin. Este "favorito" de la deidad colectiva es legión. Son la star musical, el héroe deportivo, el gurú religioso, el intelectual mediático. Es el padre Pierre, la hermana Emmanuelle, Zidane o Eminem. Es el "tótem" que todos podemos ser, seremos o soñamos ser. Se sabe, todos tendremos nuestros
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"quince minutos" de fama (Andy Warhol). Por decirlo en términos de la psicología junguiana de las profundidades, esas figuras con las que comulgamos son algunas de las "condensaciones" de los motivos míticos típicos tras los cuales las conciencias individuales, literalmente, se evaporan. Es interesante notar, además, que las figuras totémicas preferidas de las diferentes capas de la población, así como de las diversas franjas etarias, no son, jamás, anodinas, sino, siempre, excesivas y, a menudo, ambivalentes. Son la mezcla de las diversas cualidades humanas, ya sea para bien o para mal. Y sobre todo son como tantas otras reviviscencias de figuras arquetípicas que recobran, así, una nueva vida. De allí la necesidad de acudir a una aproximación que pueda localizar el sentido interno, profundo, de las venturas y desventuras de la vida contemporánea, de sus diversiones así como de sus obsesiones. Arriesguemos un neologismo: de su "deseanza" fundamental. Quiero decir con esto, más allá o más acá del deseo individual y psicológico, la libido que la moviliza. Pulsión colectiva hecha de impresiones inmemoriales grabadas en la psiquis colectiva y que, por un curioso retorno de las cosas, retoman fuerza y vigor en los espíritus individuales. Los cuales han sido "informados" desde tiempos lejanos, y la razón razonante no es más que un elemento, entre otros, de su estructuración. La imaginación se hace con un poco de esto y lo otro. Algo que ha mostrado claramente Lévi-Strauss al hablar de "bricolage". Éste se halla en la base misma de todas las "fantasías" sociales. Y éstas son, en muchos aspectos, inmorales. De hecho, hay en el exceso una extraña fascinación por lo trágico. Basta con observar al respecto la fascinación por el teatro, o incluso por las películas de terror. Lo mismo la atracción por los casos sangrientos. ¡Qué si no una especie de sabiduría popular es lo está en juego: lo que hoy te sucede puede sucederme mañana a mí. Según el antiguo adagio: "hodie tibí, cras mihi" Y esta sabiduría arraiga, tiene sus raíces en tiempos lejanos. En pocas palabras, Edipo está en cada uno de nosotros, al igual que Barba Azul. El depravado Don Juan tampoco está lejos, igual que el serial killer, y no olvidemos al que, como Fausto, puede vender su alma al Diablo. Lo mismo pasa con el "fiestero" o bien con el corrupto. Y se podría, con tiempo, elaborar una lista interminable de esas "fibras" profundas que encontramos en los cuentos, las leyendas y, más sencillamente, en las pulsiones cotidianas. En resumen, los mitos están atravesados por la sombra. Dicen en grande lo que se vive en pequeño en la vida cotidiana. Y hallamos que, contra la moral establecida, esta sombra no deja de ser un cimiento ético. ¡Funda, también, la vida de toda comunidad! A menudo se ha definido al ser humano como capax dei, también se le dice capaz de razón. Tal vez haya que atender al hecho de que también es capax mortis. Esta capacidad es la que hallamos, como un hilo conductor, en las figuras míticas recién mencionadas. La que hallamos también en los éxtasis posmodernos. Es, sin duda, la marca esencial de las formas del exceso tribal. Las comuniones fusiónales son las formas paroxísticas del sentimiento trágico de la existencia cotidiana. Se estructuran en torno a figuras de terror (películas, espectáculos varios) o en la fascinación por la monstruosidad. Y algunos psicoanalistas contemporáneos, por ejemplo S. Tisseron o J. L. Maxence, muestran con claridad que lo que allí se opera es una forma de aprendizaje, de iniciación a la muerte. Yo agregaría una homeopatización de la misma. En los desfiles festivos (Love Parade, Gay Pride...), el bestiario monstruoso, los demonios y otras quimeras ocupan un lugar primordial. El espectáculo de las catástrofes naturales, los horrores políticos (terrorismo), la puesta en escena de la pedofilia y diversos crímenes cotidianos participan de la misma fascinación. En cada uno de estos casos, es lo numinoso, cuya importancia R. Otto ha demostrado, lo que
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constituye el eje central. Justamente por lo que tiene de extraño e inquietante. Y toda la demonología contemporánea reposa en el resurgimiento de este zócalo antropológico. Música "gótica" o "metal", multiplicación de las discos de intercambio de parejas, desarrollo del fetichismo o del sadomasoquismo, del "branding", que consiste en hacerse marcar por un hierro al rojo vivo, el alto estilismo bárbaro, incluso el éxito de las técnicas del New Age, o del chamanismo, todo esto pone el acento en la experiencia extraña vivida en común. Experiencias cotidianas que vuelven a poner en escena, más o menos seriamente, a veces de un modo totalmente "kitsch", la memoria abismal del infierno y de sus tormentos. La oscuridad que atraviesa los libros o las películas que narran la iniciación de ese héroe de leyenda que es Harry Potter, es, podemos decir, esclarecedora. Estructura oximorónica, es una "oscura claridad" que muestra perfectamente que la Historia controlable, individual o colectivamente, deja lugar a esas pequeñas historias fundantes de la comunidad. En efecto, en todos estos ejemplos, el tiempo controlado deja lugar a un espacio que es del orden del destino compartido. Espacio del cuerpo que se mutila, se tatúa o se atraviesa. Espacio semántico, o por retomar una expresión de L. Binswanger, un "espacio pático". El de un pathos compartido. Al modo de ese "agujero de las brujas" que hallamos en numerosos pueblos, dichos ejemplos son, en cierto modo, los "agujeros de las brujas" de las ciudades posmodernas. Debe reconocerse, más allá de toda apreciación moral, que estos fenómenos tienen una función agregativa. Este espacio pático puede ser considerado como un lugar matricial. Matriz inquietante pero no menos "performativa". Matriz de lo trágico colectivo. Lo que, es importante recordar, tiene, siempre, algo de rugoso. "Trakou" es lo no-allanado, lo mal desbastado. Es lo que demostró claramente Platón (Cratilo, 408c). Lo que la experiencia confirma día a día. Y es este enfrentamiento con el destino, tal como lo he indicado, lo que vuelve a dar sentido a la ética en tanto morada. El ethos es, en efecto, ese espacio en que se comparten figuras excesivas. Es lo que permite comprender la curiosa serenidad que acompaña el teatro de sombras de las figuras monstruosas. Aquiescencia de lo que es. Aprendizaje de lo que es. Aquiescencia y aprendizaje como modo, inconsciente, de decir "sí" a la vida pese a todo reconociendo que la misma es "capaz" ele muerte. En resumen, apertura a la alteridad, a la alteridad cotidiana de lo extraño, de lo numinoso como modo de domesticar la alteridad paroxística: la de la muerte. Esto puede ilustrarse a través de un término familiar y cada vez más utilizado en el "pidgin" contemporáneo: "cool". Termino polisémico si los hay, que describe un estado de espíritu no ofensivo, una sensibilidad plural. El otro es cool, una situación puede serlo también, igual que el ambiente, la postura corporal o la manera de vestirse. Y se podrían extender, ad infinitum, las expresiones que emplean este término. De un modo azaroso, y quizá intrépido, aunque tratando de hacer pensar, este "cool" puede vincularse con la indumentaria monástica: la cogulla8. Ya sea el vasto traje de coro que los monjes vestían para cantar el oficio, ya sea el escapulario usado por encima de la túnica. Digamos, de pasada, que éste permitía juntar las manos sobre el plexo solar, induciendo a un relajamiento del cuerpo, y a una serenidad del espíritu. Todo a la vez: canto penetrante del oficio, postura corporal para acceder a la beatitud, a la experiencia del ser. Experiencia de desapego. Podemos asociarlo a esas indumentarias juveniles contemporáneas con capucha y bolsillos ventrales, así como a estas expresiones aún familiares: pasarla cool, no hacerse drama.9 Otra asociación, más precisa y fundada (cf. DRAE): la "cuculina", especie de abeja parásita, y por supuesto el "cucú", pájaro que pone sus huevos en el nido de otro: la táctica del cucú.
8 En el original francés, coule (“cogulla”) suena igual que “cool”
9 En el original francés, juego de palabras entre “cool” y “couler”. “No hacerse drama” es una expresión equivalente a se le couler douce (“pasarla tranquilo”)
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He aquí, sin duda, una consecuencia, que merece reflexión, sobre no hacerse drama o ser "cool": una actitud no activa sin ser pasiva. Una creación que no reposa en la relación dominante de un sujeto sobre un objeto. Tampoco en una lógica de la dominación, de sí y del mundo, propia de la moral occidental y de la política que es su expresión, sino más bien otra "forma" más serena, más desapegada, mucho menos ofensiva respecto de la alteridad. Esto se observa, en particular, en esa otra relación con la realidad que es lo virtual característico de la tecnología de punta. Ésta deviene, por retomar una expresión de Bergson: una "máquina de hacer dioses". Así la "red" (¡bella metáfora!), los juegos de rol en Internet o incluso el uso del teléfono celular ponen en escena "criaturas" numéricas. Sentidos, figuras, gimmick que son algunos de los tantos "Golems" posmodernos. Todo esto resalta claramente la energía arquetípica de las imágenes. Todo esto favorece la dilatación del yo en y gracias a la alteridad. Hay una proyección radioactiva de estos medios interactivos de comunicación. En una investigación, F. Casalegno habla incluso de un deslizamiento de lo oral al "aura"10. También es interesante notar que, en los juegos o las discusiones de Undernet en Internet, "ghost" es el nombre que se da al fantasma que queda impreso cuando el protagonista ya no está. Este fantasma sigue siendo parte "realmente" de la comunidad virtual. Así, la rememoración de las figuras excesivas es anticipación. Éstas parecen recordar un "tiempo integral" (Schelling) donde el pasado y el futuro se conjugan en el presente. Y se trata aquí de una experiencia, siempre y a diario11, renovada. Verdadera búsqueda del Grial actualizada una y otra vez. Por medio de una verdadera "copulación visual", la de un mundo atravesado por la pululación de imágenes, nos enfrentamos a un verdadero desgarramiento de nosotros mismos. Las figuras del exceso se eyectan en la alteridad. Es en este sentido que "inventan" (hacen volver a la actualidad)12 una nueva forma de vida sobre la base de una ética un tanto inmoral. El exceso puede ser fundador. Lo anémico es, siempre, lo canónico en tanto confiere los contornos irregulares, inquietantes, extraños de un lazo social en que los afectos y las emociones ocupan un lugar: el del ordo amoris (M. Scheler)- A fin de relativizar nuestras, inquietudes frente a estos extraños fenómenos a los que se califica de inmorales, a fin, también, de ponerlos en perspectiva histórica, resulta sensato recordar que en todas las cesuras epocales los modos de vida alternativos suscitaron angustias y rechazos. Así, a los sectarios del cristianismo, en su etapa de nacimiento, ¡se les imputaba las peores ignominias! Y lo que sucedía en las catacumbas romanas y en otros lugares secretos de este culto misterioso no dejó de suscitar diversas fantasías. La efervescencia religiosa contrariaba el serio racionalismo de la religión del Estado romano-Entre los numerosos ejemplos en este sentido, puede, también, recordarse que el establecimiento de la vida monástica, luego, más tarde, su reforma, fueron, también, percibidos como un modo de vida marcado por el sello de la extraña extrañeza. Y sin embargo, los trabajos de historiadores o incluso de sociólogos como Leo Moulin pusieron de relieve en qué medida la clausura monástica fue un verdadero laboratorio donde se trazaron los lineamientos de la vida moderna. Conservatorios de artes y técnicas, los monasterios fueron incluso los sitios donde, gracias a diversas elecciones (padre, abad, prior y otros oficios), se experimentó lo que podría llamarse una democracia participativa. Antes de que el control de los diversos poderes (políticos o religiosos) o el mecanismo de prebendas prevalecieran, se trataba más bien de espacios de autonomía, lugares de creatividad donde una ética (ethos) alternativa se estaba gestando.
10 Juego de palabras entre los términos franceses oral y aura, cuya pronunciación es muy similar.
11 En el original francés “Tous jours”. Juega con el término toujours (“siempre”), que al separarse se aproxima a “todos los días”.
12 Otro juego de palabras entre inventer (“inventar”) y (re)venir (“volver”).
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De allí que no resulte paradójico recordar que ésta podía ser considerada, por los monjes mismos y, a fortiori, por las poblaciones adyacentes, como la expresión de un verdadero excessus: una vida excesiva que escapa a los modos de vida y a las normas comúnmente admitidas. Así, para san Bernardo, la vida religiosa es una sobria ebrietas. Una ebriedad sobria, fundamento de la vida comunitaria. En concreto, el exceso y la ebriedad afirman el misterio de la vida común, y permiten el "transporte" del alma en su camino hacia Dios. Frente a una civilización lánguida, que había perdido su ardor original, se trataba de crear un sistema de vida coherente, sin antagonismo entre la mente y el cuerpo, una vida en comunión con la naturaleza, que, por ser anómica respecto de los valores establecidos, permitiera la elaboración de una arquitectónica fraternal y de una arquitectura específica que le sirviera de cofre. Ahora bien, uno de los puntos esenciales de este ideal comunitario es el de la "servidumbre voluntaria". El yugo del grupo que se busca, y se acepta como medio para acceder a la completud. Puede recordarse el análisis (crítico) de La Boétie sobre el tema. Pero, antes que él, san Bernardo recuerda que el hombre, en el marco de la clausura monástica, debe desear este yugo, y que allí el alma encuentra, a un mismo tiempo, esclavitud y libertad. Suave violencia que hace de la abdicación de la propia voluntad, podría decirse de la conciencia de sí, el buen método para una realización de la totalidad del ser. Progresivamente, el escándalo de la adoración de la cruz, "locura" para los sabios de este mundo, decía el apóstol, o el excessus monástico, se convirtió en un elemento estructurante de la civilización occidental. Para algunos, incluso, constituye su zócalo irrecusable. ¿No es legítimo preguntarse, en consecuencia, si los trances contemporáneos o todos los excesos que puntúan la vida de nuestras sociedades no son, simplemente, los indicios más seguros de una cultura en gestación? Modulaciones actuales de esta ebrietas antropológica, de esta ebriedad que regularmente taladra el cuerpo social. Que derriba las construcciones doctrinales o normativas más establecidas. Que promueve costumbres alternativas, maneras de pensar heterodoxas. En suma, posturas corporales e intelectuales que atestiguan una nueva situación societal. Quiero señalar que se trata aquí de una constante que hallamos en todas las culturas. El arquetipo del trickster, cuya función es, justamente, aportar una compensación a la rigidez de lo que, a la larga, se ha vuelto rígido. El "loco del rey", el bufón, o el saltimbanqui, no representa, simplemente, una figura individual. Adquiere, en ocasiones, una "forma" colectiva. Y permite así que emerja nuevamente la profundidad no racional del vasto territorio de los instintos sociales. De su imaginario, de sus pulsiones lúdicas, de sus desencadenamientos oníricos. Jung, quien ha abordado, numerosas veces, dicha irrupción, habla del lugar del "bribón divino". Atinada expresión en tanto subraya la im-portancia del exceso en la estructuración social. Importancia que es en vano negar, pues este "bribón", siempre, reaparece. En sus excesos mismos, como expresión del cuerpo social que le per-mite escapar a las lánguidas ilusiones de una atmósfera aséptica y un poco mortífera. SITUACIONES LÍMITES El poder y el miedo a la muerte están íntimamente ligados. El poder político o simbólico hace, a la larga, reposar su dominio en el fantasma de la eternidad. En la pretensión de administrar bien la muerte, es decir, en la posibilidad de "superarla". El sentimiento trágico de la vida no teme a la muerte. Y al tomar conciencia, con inconsciencia, de esto es cuando los diversos poderes quedan un poco fragilizados o, cuanto menos, relativizados. Y esta relativización se localiza, en particular, en la saturación de los imperativos morales. Ciertamente, estos últimos siguen promulgándose. Forman parte de los habituales encantamientos que, a lo largo de libros, artículos, sermones u otros discursos oficiales, difunden la buena palabra del conformismo ambiente. Pero, empíricamente, lo que se vive es todo lo contrario.
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En efecto, llevaría tiempo establecer la lista de esas nuevas prácticas sexuales, intercambios de pareja, concubinatos, "perversiones" diversas que, con desenvoltura, afirman su derecho de ciudadanía. Lo mismo puede decirse en cuanto al trabajo, los proyectos a largo plazo, la prevalencia de la razón, la fe en el mito del progreso. A estos elementos fundamentales de la interpretación "cristo-teológica", luego de la doxa "matemático-técnica" de la modernidad (M. Heidegger), se los desvía o elude alegremente. Lo que en esta interpretación era considerado como un mal, como el Mal, se vuelve parte interesada de la realidad societal. Y los lamentos no pueden hacer cambiar nada. En efecto, en sociedades paralelas a la sociedad oficial, prevalecen los modos de vida alternativos. Las microentidades tribales secretan sus propios rituales, sus códigos, sus leyes específicas que no hacen demasiado caso a las leyes establecidas. Una cita de Martin Heidegger puede, aquí, esclarecernos: "darse a sí mismo la ley es la más alta libertad". Y es muy cierto que existen "leyes" particulares que afirman a la multitud de comunidades que forman el cuerpo social, pero éstas poco tienen que ver con las leyes universales, causa y efecto de una moral general. Pensadores como Nietzsche han prestado atención a esta "magia de los extremos". Una manera, según él, de voltear las barreras establecidas por la estupidez filistea. Fuerza que de todos modos actúa con una sabiduría humana fundada en la aceptación de lo que era considerado como el Mal. O incluso G. Bataille quien, a lo largo de su obra, mostró la potencia del exceso en la constitución del hombre soberano. Ese "hombre del excedente" que no se ajusta a las insignificancias contables. Y no olvidemos a G. Deleuze: "nos servimos del excedente para inventar nuevas formas de vida". Pese a que ello no se concientice o verbalice en cuanto tal, es sin duda la preocupación por un cualitativo lo que parece prevalecer en las prácticas anémicas aquí mencionadas. Crear la propia vida, crear en la propia vida. Gozar en el presente lo que la vida nos ofrece. Ésta es la sensibilidad puesta en práctica en la elaboración de esas "leyes" particulares, oficiosas, subterráneas cuya eficiencia sin embargo es, cada vez más, evidente. Al respecto, ya he hablado de una "ética de la estética" como eco difuso en el penacho del Cyrano de E. Rostand: "tanto más bello cuanto más inútil". Inutilidad ambiente. Esto es sin duda lo que podría considerarse el modas operandi de un mundo al que ya no se pretende dominar, sino al que se quiere disfrutar, para bien o para mal. Semejante proposición puede parecer paradójica pues los diversos análisis del bienpensantismo oficial destacan rivalizando entre sí el individualismo dominante, la primacía de la sociedad de consumo, el drama que representaría el desempleo y otras paparruchadas por el estilo que no son, de hecho, más que la 'proyección de los valores de quienes tienen el monopolio de la palabra. Obnubilados corno están por la ideología económica, tienen cierta dificultad para comprender que la misma se halla, en su totalidad saturada. En sus diversas manifestaciones, lo bárbaro, lo grotesco, el exceso, etc., son las formas contemporáneas de lo trágico eterno. Tal como destacaba el sabio Montaigne: "los hombres, ante los hechos que se les proponen, se entretienen mucho más gustosamente buscando las razones que buscando la verdad. Dejan ahí las cosas y se entretienen estudiando sus causas" (III, 13). Permanezcamos pues en las cosas mismas. No las maltratemos, no las dominemos, y veremos la liberación radical respecto del utilitarismo de la sociedad mercantil. Ciertamente, podemos servirnos de todos los objetos que ésta propone, podemos en apariencia posternarnos ante el becerro de oro, pero el inconsciente colectivo es mucho más indiferente de lo que parece frente a sus múltiples proposiciones. Flota en el espíritu del tiempo una generosidad de ser que relativiza los egoísmos económicos. Desapego perceptible en las múltiples búsquedas espirituales, en el desarrollo de los sincretismos religiosos, en las formas de la solidaridad, incluso de la hospitalidad que sobrepasan los habituales y racionales "servicios sociales" de la providencia estatal. El empleo del término "caritativo" merece atención en este sentido, en tanto pone el acento en
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el "precio de las cosas sin precio". En suma, una nueva búsqueda del Grial que ya no se satisface con ese utensiliarismo burguesista que puede considerarse como la cima de la moral moderna. A esto, puede oponerse como plataforma de reflexión una (re)valorización de la existencia en tanto lujo. Por cierto, el éxito comercial del lujo no deja de sorprender. De allí, el hecho de preferir los objetos superfluos a aquellos considerados necesarios. Pero también, el hedonismo ambiente del ocio, los famosos "cuidados del cuerpo", el desarrollo de la cosmética, de la indumentaria, del turismo, todas cuestiones frivolas que dejan estupefactos a los economistas más curtidos. En tiempos de "crisis" (¡aquí otra vez un cliché tan empleado!), sorprende ver que todo es motivo para "armar la fiesta". Y para gastar en consecuencia. Falta lo necesario en las favelas de Río, ¡y se derrocha ese necesario ausente para confeccionar los dispendiosos trajes que se llevarán los tres días que durará el carnaval anual! Sorprendente sentido de la "pérdida", reviviscencia del antiguo "potlatch" que, subrepticiamente, genera un deslizamiento de la consumición a la consumasión. Hay algo excesivo en lo que Georges Bataille llamaba la "noción de gasto". Y es interesante notar que este espíritu festivo no está limitado a momentos particulares, sino que va a aladar en los intersticios de lo cotidiano: multiplicación de "pequeñas comidas" entre amigos, compras irracionales de determinada ropa que la presión tribal impone tener, gastos desconsiderados para la compra de una entrada para determinado concierto musical o para un teléfono celular última moda. Cada cual puede encontrar, al respecto, múltiples ejemplos que traducen perfectamente la saturación de una simple lógica económica. Al contrario de lo que a menudo se dice, el lujo no es, simplemente, la manifestación de una "mercantilización" desenfrenada de la existencia. Es un estado de espíritu, el de un goce del pre-sente. Es, igualmente, el índice de una relación con el inundo y con los otros, menos monovalente, más compleja. También es importante recordar que el término mismo remite, por cierto, a la lujuria, por lo que sin duda hay en ella de desenfrenado e inmoral, pero también, lo que muy a menudo olvidamos, a la luxación, a saber, lo que no es o dejó de ser funcional. "En tanto adjetivo, luxus quiere decir que algo está despojado, perturbado, luxado, designa lo que se aleja y se aparca de lo habitual". Al recordar esta proximidad semántica, Martin Heidegger destaca con claridad la importancia de lo superfino para la comprensión de lo dado mundano. Yo diría, por mi parte, cuánto la apariencia es, también, una manifestación de la entereza societal. Verdadero crisol ("forma formante") del estar-juntos. Esto no se limita a la conciencia que pueda tenerse del mundo y de los otros. A las razones que llevan a esquematizarlos. Sino que remite a un ser englobante: el de la razón y lo sensible. En otros términos, si la búsqueda del más allá, de una esencia de las cosas pudo ser el fundamento de una visión moral del mundo, la ética pondrá el acento en aquello que la existencia tiene de impulsivo, de instintual, de pre-consciente, en suma de goce animal. ¡Forma primaria! ¡Impulso vital! Poder de lo trágico. Es sin duda este acuerdo entre la razón y los sentidos el que permite comprender la nueva forma que adquiere una acordancia con el mundo más compleja. Un pluriculturalismo de contornos más vastos. La emergencia de formas de vida y maneras de pensar sorprendentes. Una acentuación de los particularismos arraigados que desprecia el universalismo esquemático que prevaleció en las representaciones monoteístas de Occidente. Podemos recordar, sin demorarnos demasiado, que la figura del barroco puede ser un buen ángulo de ataque para comprender esta polisemia en acción. Tenemos aquí, en sentido estricto, un estilo que ya no se reduce a la funcionalidad de lo uno, sino que introduce la fecundidad de lo plural, el dinamismo de lo inútil, la riqueza de la eflorescencia de las cosas. Estilo polivalente en tanto acuerda, justamente, con la valencia exuberante de todas las capacidades del mundo natural y social. Sin
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duda, puede resultar desordenado. Pero traduce el orden interno de las cosas donde lo superfluo compone lo inútil, donde lo sorprendente enriquece lo habitual, donde la organicidad amplifica aquello que lo mecánico puede tener de extremadamente abstracto. Buena metáfora para entender que todas las maneras de ser, por más inconvenientes que resulten, tienen derecho de ciudadanía en el ethos pre o posmoderno. Metáfora que obliga a advertir que la vida está hecha de interacciones y múltiples entrecruzamientos. Cada cual con su propia validez y eficacia. Cada cual con una significación específica. Cada cual en tanto símbolo que debe aprehenderse como tal y no como un simple juego de coincidencias anecdóticas. La estética barroca es, de hecho, la aceptación de todas las especificidades y de todos los particularismos. Así, por ejemplo, cuando O. Paz analiza el ambiente en que estaba inmersa Sor Jua-na Inés de la Cruz, muestra la naturalidad con que se respiraba en el "mundo de la extrañeza", y ello porque los diferentes protagonistas de ese mundo barroco se sabían seres de extrañeza. Es la aceptación de dicha extrañeza la que hallamos, en la contemporaneidad, en los múltiples juegos de rol y los diversos foros de discusión que propone Internet. Los "fantasmas" ocupan allí un lugar, como tantas otras expresiones de nuestra ambivalencia nativa. La teatralidad urbana tiene la misma función simbólica. En suma, las "máscaras" que llevamos a diario ocultan y develan a la vez la ambigüedad de cada uno de nosotros. La parte de sombra que, moralmente, ya no se niega, sino que por el contrario se exacerba y se juega "éticamente". Una expresión que destella en los intercambios cotidianos y que vemos repetirse, de un modo cargoso, en el simplismo de los reality shows es, desde este punto de vista, perfectamente instructiva. "Está claro", escuchamos proferir cada dos por tres ¿Y qué es esto si no una antífrasis para designar, al contrario, que todo es oscuro en el marco de esas relaciones humanas en las que el afecto y la emoción ocupan un lugar de privilegio? Y es esa "clara-oscuridad" la que está en el fundamento de todas las interacciones societales. La que constituye su significación. La superficial profundidad de las relaciones estereotipadas que constituyen la trama de la vida corriente, y que atraviesa de lado a lado la totalidad de los programas televisivos (talk-shows, reality shows, debates políticos o programas de entretenimiento), puede, en consecuencia, ser considerada como el índice más seguro de una comunión de arquetipos fundadores. Es decir, strictu sensu, como adhesión a "motivos" impersonales y colectivos. Esto es difícil de reconocer si nos quedamos obnubilados por la primacía, bien occidental, de la conciencia de sí. Del individuo que sólo tiene una monovalencia racional. Pero hay que tener la lucidez de reconocer que las diversas máscaras que hemos referido traducen justamente la ambivalencia de esas figuras antropológicas que encontramos en el teatro noli japonés, en las danzas africanas, los orixás del candomblé brasileño y otras formas de las fuerzas oscuras que atraviesan el inconsciente colectivo. Pese a que resulte perturbador para nuestra tranquilidad bien-pensante, hay que reconocer que se trata de una especie de "chamanismo" difuso que se ha capilarizado en nuestras sociedades civilizadas. El salvajismo primitivo resurge en esas diversas formas culturales que son la música, el teatro, el deporte, el turismo de masas y otras comuniones con la naturaleza. Adorno veía en el jazz una manifestación de la barbarie. ¡Qué habría que decir entonces del tecno o las diversas formas del hará rock contemporáneo! Pero más allá de la crítica moral (se trata aquí de una tautología) , una actitud comprensiva debe impulsarnos a reconocer que la ambivalencia de las figuras arquetípicas es, de hecho, una manera de aceptar la complementariedad fundadora del bien y del mal. Y cuando hablo de ética inmoral es para llamar la atención sobre esta conjunción de los contrarios que es el fundamento mismo de los mitos, y que vuelve a representarse en la mitología cotidiana de las tribus contemporáneas.
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La puesta en escena de sus perversiones sexuales, de sus efervescencias deportivas, de su demonismo musical, de su teatralización corporal, todo eso traduce su deseo de comunión con imagos (arquetipos) salvajes, napa freática de toda vida en sociedad. Más que la habitual actitud crítica, una verdadera inteligencia social puede permitir comprender en este salvajismo la expresión de una imaginación creativa en acción. A saber la consideración de lo sensible, de la facultad táctil, del papel de los olores y los humores en la arquitectónica societal. Es justamente esto lo que define, según los historiadores del arte (H. Wólfflin), el estilo barroco: la háptica. Es decir esa capacidad de "tocar" (hap~ tos) como elemento de base de la conexión global. ¿No es otra manera de decir lo simbólico: conexión de gente y de cosas en una correspondencia holística? Esta integración de lo sensible en la comprensión societal puede ser una manera, no normativa, no judicativa, de comprender el mundo imaginal en que están inmersas las tribus contemporáneas. Y por allí, retomando un análisis de H. Corbin, evitar el escollo del ascetismo o del "puritanismo que, al aislar de lo espiritual lo sensible [...] despoja a los seres de su aura”. Haciendo una extrapolación, yo diría que el aura: es colectiva, es una expresión de esta trascendencia inmanente que hace que "pasarla bomba" en el grupo, por medio de la danza, la música, la efervescencia y otras expresiones de las emociones, el individuo se incorpore a una entidad más vasta. A través de las máscaras plurales secreta su parte de sombra y al hacer esto puede expurgarse. La ética particular, el lazo (comunicativo) grupal, deviene así un modas operandi de la socialidad. Lo propio de la sensibilidad barroca confirma, de facto, el sentido común. La eflorescencia que expresa, la efervescencia que de ello resulta es una manera de decir que no podemos hacer como si detestáramos la vida cuando, manifiestamente, estamos aferrados a ella. Tan cierto es que el estilo excesivo no es una negación de la sociedad. Es un llamado para formar parte de ella, aun cuando sus aspectos en extremo opresivos sean transgredidos. Es frecuente citar a autores modernos o contemporáneos: Sade, Nietzsche, Bátanle, Deleuze, que mostraron claramente la dimensión fundadora y dinámica del exceso. También se puede tomar nota en este sentido del concepto de "situación límite" propuesto por Karl Jaspers. Muy precisamente en tanto muestra con claridad la conexión de la trascendencia (lo que supera al egotismo responsable) y la inmanencia (la experiencia común). Gracias a situaciones como ésta es que el mundo no se puede eludir. Son algunas de las tantas "cifras", un poco enigmáticas, desde luego, que indican que estamos atrapados en una red simbólica en la que todo tiene un lugar. Mundo no eludido, no elucidado en su totalidad. Existencia aceptada incluso en las dimensiones que la moral puede reprobar. Las "situaciones límite" remiten, por su paroxismo, a una ética de la situación. Y aquí de nuevo una primacía de la existencia en su aspecto caótico, no asegurado, marcado por el riesgo. No la salvación lejana e individual, la de la tensión "cristo-teológica", sino más bien lo saludable colectivo gracias aya través de ese peligro continuo que es toda existencia humana. Pero este destino trágico es una ética no menos sólida en la medida en que afirma a la comunidad. Precisamente en la medida en que esta última no está asegurada. Siempre se la vuelve a cuestionar. Y el exceso, el límite pueden, así, ser considerados como una forma de examen, o de prueba de la solidez del lazo colectivo, del "yugo del grupo" que permite caminar juntos. En oposición a la ley moral exterior y dominante, universal en su esencia, los códigos éticos, en sus particularidades, en ciertos aspectos inmorales, son pues como "cifras" esotéricas que reafirman la solidez de la tribu a través de su perpetuo cuestionamiento. Al respecto, es interesante notar que el desarrollo de "situaciones límite" va a la par de aquel de la
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comunicación. Algo que podemos, nuevamente, ilustrar con una declaración de Jaspers, quien observa que "el ser-sí-mismo sólo adviene en la comunicación, ni yo ni el otro somos sustancias mitológicas sólidas que estarían allí antes de la comunicación". Nada estable, ni asegurado. Sino el destino, el cuestionamiento, el peligro del exceso, como una manera de tejer la vasta red simbólica que permite a cada uno de nosotros existir en el marco trascendente de un grupo inmanente. No hay más que ver a un grupo de "motoqueros" surcando las rutas estivales para darse cuenta de la solidez de su socialidad movediza. Todas las "cifras" son allí de una misteriosa comunión. Vestimenta específica, modo de vida mimético, tatuajes excesivos, enfrentamiento colectivo a los peligros presente en todo momento, velocidad como modo de desafiar las leyes de seguridad decretadas. Y todo ello es lo que afirma el sentimiento de pertenencia. Lo que hace de este grupo inquietante una comunidad fundida, para bien o para mal, capaz de las más sorprendentes solidaridades, y de generosidades no menos reales en el "irrealismo" de su estado siempre en movimiento. Y cuando estos nuevos bárbaros se aglutinan en encuentros rituales, el paroxismo ha sido alcanzado. Y sin embargo este ejemplo, como tantos otros que nos brinda la vida cotidiana, no puede más que incitarnos a pensar que más allá del sustancialismo tranquilizante al que estamos habituados, es por cierto también una forma de humanidad que se expresa en la anomia. Sed del infinito del nomadismo, tal como ya he analizado. Pero es sin duda su aspecto incandescente el que permite, a fin de cuentas, que la sociedad no muera en la frigidez de las formas de vida adormecidas. La ética es una morada, un "territorio flotante". Es también, stricto sensu, un hogar radiante que nos haría bien tener en cuenta. Precisamente en tanto traduce una especie de "legislación espiritual", una ley interna de todo estar-juntos. La de no satisfacerse con un arresto domiciliario demasiado oponiente, sino la necesidad de verse siempre arrastrado por lo que existe. ¡Ek-siste! ¡Eterno vínculo entre el Caos y el Cosmos que, según Anaxágoras, se establece en el torbellino del viento! Según Fernando Pessoa, la sociología consiste en descifrar las leyes secretas que rigen la sociedad. En concreto, las que permiten reconocer la relación existente entre el sueño y lo que llamamos realidad. La de una vida social donde las ideas, las ilusiones, las creencias, en una palabra lo imaginario ocupan un lugar central. La "ley secreta" esencial, y sin embargo poco admitida, es la del deslizamiento del racionalismo hacia el sensualismo, de una topología social dominada por el pensamiento a otra donde el sentimiento prevalecería. Así como la primera de estas tipologías ha permitido la elaboración de normas generales, la segunda es causa y efecto de las diversas anomias que puntúan la vida social. Son estos deslizamientos subrepticios pero profundos los que solicitan ai observador social un nuevo estilo de escucha y de mirada que reconozca el lugar que le es propio a lo táctil, a lo sensible. Poner en práctica un pensamiento obstinado que sepa reconocer la presencia de lo primordial, del "siempre ya ahí", de una vida que podría calificarse de "primexistente". Es esto sin duda lo que destacan las figuras excesivas que abundan en la actualidad. Ya no un lazo social cuyo sentido es buscar en el futuro, sino más bien agregaciones, más o menos efervescentes, como algunas de las tantas anamnesis del origen. Ilustraciones, por retomar una expresión de Merleau-Ponty, de un "genio perceptivo por encima del sujeto pensante". Las sorprendentes y, a menudo, inquietantes, tribus posmodernas ponen, ante todo, el acento en la significación transpersonal de la vida. La del instinto, la de una "psiquis objetiva". Los trances musicales, las violencias deportivas, las búsquedas de riesgo, desde las de grupos de motoqueros hasta las de licencia sexual desenfrenada, todo esto puede ser considerado como una "hipotiposis", una presentación típica de los "caracteres esenciales" que informan en profundidad el estar-juntos bajo todas sus modulaciones.
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Semejante puesta en perspectiva, que restablece una sabiduría ancestral, permite reconocer que pueden renacer cosas que se creían muertas: "multa renascentur quae iam cecidere" (Horacio). Y en consecuencia ya no cabe reírse, burlarse, vituperar, sino más bien comprender este (re)nacimiento que pone en relación la sombra y la luz, el bien y el mal. Cuando el bad boy Eminem canta: "no estoy acá para salvar al mundo", obtiene la adhesión espontánea de sus "fans" en trance, sobreexcitados por un ritmo musical entrecortado. ¿No es acaso, en ese momento, la personificación de la antigua figura de Mermes, dios del comercio y de los ladrones, dios de la iluminación y guía de los Misterios, figura de la alquimia donde el espíritu divino está sepultado en la materia? Esta figura musical excesiva, como sin duda ha habido otras antes (Madonna), actualmente (Bjórk), como las habrá después, no es de hecho más que una cristalizado??, del espíritu del tiempo, un "genio por debajo del sujeto pensante" que recuerda que, regularmente, un nuevo "comercio" se instaura. Quiero decir con esto que los afectos y las sensaciones circulan de nuevo, y producen un cortocircuito en los valores establecidos. Nos recuerdan que más allá de la salvación del mundo a manos del Bien (Dios, Progreso, Historia...) puede existir una misteriosa alquimia donde los dioses y los demonios múltiples están unidos perdurablemente. Este nuevo comercio pone el acento en la nebulosidad de la vida, en su claroscuro. En el hecho de que más allá o más acá de la "conciencia de sí" existe una unión indisociable de lo auténtico y lo inauténtico, de la verdad y la errancia. Y de que esta mezcla inextricable es la que determina lo que comúnmente llamamos el lazo social. Para decirlo más simplemente, una manera de andar juntos: no solamente lado a lado según el esquema racional del contrato social, sino en un ambiente más fusional, incluso más confusional. Hay "períodos axiales" en los que este andar en común sufre grandes cambios. Períodos de inversión de polaridad que permiten una nueva comunicación entre culturas diversas. Y en el interior de estas culturas otra forma de comunicación entre los grupos que las constituyen. Comunicación, interacción simbólica, diferentes modos de decir lo mismo: procesos de correspondencia, de reconocimiento, de interpretación de lo que habíamos separado, de lo que se había separado, y se revela común. Este destino común es lo que constituye la especificidad de la ética. El ethos, manera de ser y de pensar, donde todo está en su lugar, donde todo tiene su lugar. Organicidad de lo material y lo espiritual, del bien y el mal, en un centro de la unión enriquecido por los contrarios. "Me será permitido poseer la verdad en un alma y un cuerpo" (Rimbaud). Capítulo 4 Ética de la religancia Lo que cuento es la historia de los próximos dos siglos. Describo lo que vendrá, lo que no puede dejar de venir. F. Nietzsche "PARTICIPACIÓN" Ajustarse a la plasticidad de las cosas. Captar el dinamismo interno que prevalece en las interacciones societales es ciertamente la clave correcta para apreciar el sorprendente cambio de costumbres que se opera en las sociedades contemporáneas. Pero, como en todas las grandes cesuras civilizacionales, es difícil proceder de manera argumentativa. Hay que hallar ciertas intui-
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ciones adecuadas. Puesto que el hervidero cultural se vive, se actúa. Y abocados a la creatividad, sus diversos protagonistas se ven poco inclinados a teorizarlo, o incluso a verbalizarlo. El exceso mismo de este cambio invalida nuestros habituales métodos de investigación. Pero, por poco que sepamos dar prueba de una audaz lucidez, la antigua sabiduría nos enseña, retomando palabras de Platón, que: "todo lo que es grande se alza en la tempestad" (República, 497d, 9). Y si sabemos ver lo que es, resulta, en consecuencia, fácil de reparar, en el campo magnético de las atracciones y las repulsiones sociales, algunas líneas de fuerza alrededor de las cuales éstas se articulan. Una de esas "ideas-fuerzas", más allá de la separación, de esencia teológica, propia de la tradición judeocristiana, es sin duda la participación, casi en el sentido místico o mágico del término, de cada cosa o de cada cual en un conjunto que le da sentido. Perspectiva "holística" que marca el retorno de fuerzas primitivas, un poco tenebrosas. La de las divinidades propias de la "Gran Madre". Potencias femeninas que el monoteísmo patriarcal se ocupara de expulsar o marginar. Por retomar una ex-presión cara a Fernando Pessoa, retorno del "paganismo como principio vital". Principio de la unión de los contrarios, proceso dinámico de las correspondencias tal como puede verse en la obra pictórica de Arcimboldo, donde los hombres, las frutas, las verduras y las flores se conjugan en una arquitectónica sin límites precisos. En la de Jeróme Bosch, también, donde todos los delirios, hasta los más espantosos, se dan rienda suelta en una alegre zarabanda. Líneas de fuerza que hallamos en Klimt y su modo de encuadrar en un bastidor de oro cuerpos y situaciones escabrosas, y sin embargo terriblemente humanas. El cuadro (de oro) y las posturas (tan oscuras) son partes interesadas de una misma realidad. Juntos, permiten destacar la íntima vibración de las cosas. Epifanizan la total organicidad de la sombra y la luz. Entre otros muchos ejemplos en este sentido, aquel, también, de la pintura neorrealista norteamericana, así como el de E. Hopper, donde la acentuación de los trazos realistas va a conferir a ese real un efecto imaginario. En todos estos casos, el juego de metamorfosis, que, de igual modo, podemos localizar en el "puntillismo" de Seurat o, de un modo más general, en el "fauvismo", remite a un primitivismo, una vuelta al arcaísmo de la naturaleza humana que se destaca en las múltiples formas de la actualidad social. La, sombra de Dionisio, en su aspecto bullente y, stricto sen-su, hormigueante, al proyectarse sobre nuestras megalópolis, resulta sin duda la expresión de un salvajismo que se había creído erradicado. Pero este "hombre salvaje" que rompe las cadenas de una domesticación de largo aliento puede, también, ser la "cifra" de una nueva relación con la naturaleza. Una especie de totalidad del ser por la cual todos y cada uno nos sentimos y vivimos implicados en un entorno que nos sirve de cofre. La deep ecology tal como florece en USA, las técnicas New Age, el desarrollo de la sensibilidad ecológica que sobrepasa, con mucho, a los partidos políticos que la reivindican, la atención a los alimentos naturales, la importancia de las medicinas alternativas, sin olvidar el empleo de elementos naturales (madera, piedra) en la arquitectura, todo esto acentúa un nuevo modo de habitar este mundo. Más allá o más acá del dominio de la naturaleza, de su explicación, la implicación propia de todos estos fenómenos se traduce en una vuelta a las fuentes. No, por cierto, como nostalgia, vagamente reaccionaria, de un paraíso perdido, sino más bien como un arraigo dinámico. Anamnesis de un sustrato que nos trae buenos recuerdos. Una memoria colectiva que recobra fuerza y vigor. Tal como señala Heidegger: "el comienzo es todavía. No yace detrás de nosotros... sino que se erige delante de nosotros". Esto es sin duda lo que está en juego en las costumbres en gestación. Ya no una moral de esencia puramente racional, sino una ética donde el afecto ocupa un lugar. Ethos arraigado que, su-brepticiamente, subterráneamente, teje un lazo sólido entre los individuos a partir de una común
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participación en un conjunto más vasto en los que éstos no son más que elementos, importantes, por cierto, pero no dominantes. ¡El mundo como "intimación objetiva" (G. Durand) con la que debemos contar! Es esta común participación, este Lebenswelt, mundo de la vida, arraigada en valores proxémicos la que favorece la intensidad de las relaciones. Y vemos, regularmente, en las historias humanas la valoración de la comunidad, emocional, en detrimento de la sociedad mucho más racional. Períodos que acentúan el sentimiento de pertenencia con los mitos, las pequeñas historias y los afectos compartidos como tantos otros vectores comuniales. Densificación de los rituales, de los códigos particulares, de los modos de ser específicos que entran en conflicto con las normas establecidas. Se han buscado, por ejemplo, las razones que suscitaron el "Herem", la excomunión salvaje pronunciada contra Spinoza. Y, en un trabajo de una excepcional erudición y de una agudeza de análisis notable, el historiador de las ideas Steven Nadler muestra que su origen puede encontrarse en la frecuentación de esos grupos religiosos en disidencia con las Iglesias oficiales que fueron, en los Países Bajos, los "colegiantes". Éstos privilegiaban una interpretación teológica no dogmática, un culto no jerárquico. Formaban "conventículos", se convertían en "cristianos sin Iglesia" y, más allá de las doctrinas, ponían el acento en la dimensión emocional de la religión. Fue así cómo Spinoza, siguiendo este modelo, y liberándose de las obligaciones normativas, se transformó en el heterodoxo que conocemos. Heterodoxia cuya influencia ulterior sobre el pensamiento lejos está de ser despreciable. Por su parte, en su libro La moráis de Spinoza, el sociólogo Rene Worms muestra con claridad la importancia, en aquél, de la simpatía por las emociones humanas, la de las "afecciones pasivas". Y que fue sobre esta base que Spinoza rompiera con la tradición religiosa que fuera suya. Ruptura con el dogmatismo que el genio original efectuara al proponer, para la conducta humana, reglas provisorias, llenas de humanidad, de humildad, que se ajustaban a las situaciones de un vivir que dicho genio prefería regular con sabiduría. Esta insolencia contra la ortodoxia, contra los dogmas dominantes, es un estado de espíritu, podría decirse una constante antropológica que no deja de expresarse en ciertos momentos. Por compensación. En particular cuando el endurecimiento de la ley le ha hecho olvidar "el espíritu" que había sido su origen. Y, por cierto, con modalidades diferentes, podemos preguntarnos si los "colegiantes" contemporáneos, los "conventículos" y otras tribus que éstos evocan no son una reviviscencia de un deseo de vida que ya no se "siente" en sintonía con reglas abstractas y desencarnadas. En suma, demasiada ley mata la ley. ¡Y no hay más que ver, si se considera el ejemplo francés, lo que resulta de la aplicación de todas esas leyes que forman el marco legal que supuestamente rige la vida social! ¿Y qué de la ley que prohibe el uso del cannabis? De los reglamentos del código de trabajo, de los de medio ambiente, por no hablar de las normas de tránsito, de los derechos de los enfermos y otras legislaciones llenas de buenas intenciones, pero que están en total desfase con lo que empíricamente, se vive. Se respira anomia en el espíritu de la época. Signo evidente de la abstracción de la legalidad. Signo no menos evidente de que una moral pública fundada en la señalización, aquella de los individuos aislados en su razón y "contratantes" por razón, quedó atrás mientras que lo que prevalece es la puesta en común de emociones como medio de afirmar al grupo. Y contentarse, para describir este hecho establecido, con estigmatizar el supuesto "comunitarismo" es una facilidad de corto alcance, poco capaz de comprender el aspecto generoso, creativo, eventualmente prospectivo, de los modos de vida fundados en este compartir de los afectos. Puesto que, al relativizar la paranoia de la modernidad, que ha presentado sus valores, elaborados en un pequeñísimo rincón del mundo, como si fueran universales e intangibles, podemos ser capaces de
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comprender la energía específica que anima la creatividad de estos pequeños "colegios" posmodernos. "Conventículos" sexuales, religiosos, musicales, deportivos, culturales, son legión y muestran, in actu, que el individuo y el individualismo teórico que le sirve de justificación son cosas un poco pasadas de moda. Al "participar" de la comunidad, la persona hace memoria de un pre-subjetivo que le sirve de sustrato. En este sentido, el mimetismo ambiente, que encontramos en todos los ámbitos, hasta en aquellos que, virtuosamente, lo niegan, puede ser considerado como una manera, concreta, de ser responsable de la alteridad natural y social. Responsabilidad ética, en sentido fuerte: responder con los otros, en eco con lo dado natural, en función de lo que las cosas son. Reconocer que hay en ellas una fuerza específica. Reconocer que el cuerpo social es sin duda cuerpo que alía lo material y lo espiritual, y que es mucho más que los elementos que lo componen. Especie de "cuerpo místico" que posee un "aura" original, y que se expresa en las múltiples comuniones en las que todos y cada uno somos "captados", en las cuales aquél se pierde y, conforme el adagio "quien pierde gana", adquiere un excedente de ser. En Las formas elementales de la vida religiosa, Émile Durkheim, pese a no ser especialista en la materia, nos ha hecho ver la importancia de las categorías religiosas para la comprensión de la vida social. Actualmente, al haberse desarrollado, en numeroso ámbitos, la religiosidad, la referencia a estas categorías resulta pertinente y se hace incluso cada vez más necesaria. No en tanto "sociología de la religión" (todo encierro disciplinario que atestigua una mentalidad responsable, de "propietario"), sino más bien como puesta en perspectiva, a fin de comprender lo que el hecho religioso lato sensu aporta como punto de vista en el desarrollo societal. En concreto, ese proceso de "participación mágica" de una entidad más vasta, esa trascendencia inmanente que favorece la unión al otro, la comunión de la alteridad, la integración en sí mismo de lo extranjero, la incorporación de la extranjeridad que apunta a la realización de un Sí mismo colectivo. Es en este sentido que puede hablarse de "cuerpo místico" o incluso, retomando la terminología católica, de "comunión de los santos". Es decir una conexión espiritual, podría decirse virtual, que trasciende el espacio, que sobrepasa el cercamiento identitario. Trivialmente "pasarla bomba" en el otro. Una explosión favorecida por las redes informáticas. Y es así cómo en ciertos momentos del año, como el cómputo de un calendario litúrgico, observamos aglomeraciones en "altos lugares" específicos (lugares "de onda" para emplear una jerga actual). Por ejemplo Barcelona, Londres, Berlín donde la juventud, en busca del Grial que es la efervescencia, va a juntarse para vibrar al ritmo de la música, de la ingesta de "productos" prohibidos, o sencillamente para estar juntos. "Estado de congregación" (Durkheim) posmoderno. Pulsión animal que nada justifica sino la necesidad inconsciente de expresar y vivir la necesaria salida de sí mismo. Recordemos la función que Durkheim atribuía a los "ritos expiatorios" por los cuales una comunidad se estructuraba únicamente dejando que se expresaran llantos y otros humores colectivos. Sin duda es así cómo pueden interpretarse todas las multitudes contemporáneas. Errancias instintivas puntuadas por esas aglomeraciones en "altos lugares" de moda. Sin duda es así, también, cómo debemos interpretar el éxito de los reality shows, y otras migraciones turísticas o peregrinajes religiosos. En cada uno de estos casos se expresa una analogía afectiva. "Vibramos", captamos la "onda", nos reconocemos en el otro, una especie de experiencia del ser colectivo. Rostand muestra cómo Cyrano, al escribirle a Roxane en nombre de Christian de Neuvillete, se hace pasar por éste: Roxane, adiós, ¡voy a morir!... Creo que es por esta noche ¡mi bien amada!
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Tengo el alma aún abatida de amor inexpresado... Pero esta identificación emocional tiende a hacerse colectiva. Y en múltiples trances los "fans" comulgan con sus héroes deportivos, musicales, religiosos, políticos o incluso intelectuales. Al hacerlo, dan rienda suelta a ese sustrato que es el inconsciente colectivo que, cada tanto, se manifiesta en "figuras emblemáticas" que cristalizan esperas, deseos, temores y esperanzas comunes de la especie humana. Comuniones en torno a imágenes arquetípicas que van a favorecer, misteriosamente, la adhesión a determinado producto, a determinada música, a determinada star. Imágenes fundamentales causa y efecto de la moda en general. La analogía afectiva es, ciertamente, el hilo conductor del ethos posmoderno. Restablece la situación pre-moderna que consideraba al mundo como un tejido de metáforas que era conveniente descifrar. Reposa en el hecho de que existe lo "dado". "Intimaciones" objetivas con las que debemos contar. En suma, hay una precesión de los mitos, a los que puede considerarse como el verdadero fundamento de toda experiencia existencial y, más generalmente, de toda cultura. Universal simbólico, de raíces profundas. Actualizando y tal vez pervirtiendo un término un tanto esotérico de Karl Jaspers, "cifras" que encarnan en la realidad cotidiana. A la vez originarias y actuales, estas "cifras" se ponen en práctica en las nuevas formas de erotismo, en la creación artística, en la vida diaria, en la publicidad, en la moda, en los juegos de rol y en la producción cinematográfica. Todo es "cifra" o símbolo. Y esto es lo que funda los nuevos lazos sociales formados ya no por la simple claridad de la razón contractual, sino más bien por la "oscura claridad" de las emociones y las pasiones. Nuevo y antiguo cimiento de un sentido encarnado. La comunión con estas figuras originarias es lo que funda las diversas fascinaciones alrededor de los monstruos, la atracción por el bestiario, las diversas formas del fetichismo, el desarrollo de los actos de posesión. En suma, el ensalvajamiento de la vida social. Pero el reconocimiento en esas "figuras incisivas'" (Nietzsche) es una manera de dar de nuevo una vitalidad perdida a la cultura moderna que languidece. En efecto, hay densidad en la socialidad que éstas instauran. Participan de una creación común. Poco a poco va elaborándose un ambiente que puede calificarse de "espiritual". Precisamente en la medida en que éstas unen en espíritu individuos que pueden estar alejados en el espacio. Los nuevos medios interactivos de comunicación que aquí participan pueden considerarse una expresión de la "comunión de los santos" posmodernos. Internet o el teléfono celular suscitan un "aura" específica. Vuelven a poner en juego lo que Louis Massignon llamaba la "sustitución mística", verdadera unión de plegarias que permiten estar unidos en espíritu, con la eficacia que dicha unión tiene sin duda en la vida de todos los días. Para comprender al otro nos orientamos en su dirección, y ello a partir de esa interioridad que constituyen los símbolos originarios. Basta transponer este método "interiorista" para ilustrar todas esas dilataciones efervescentes que nos brinda la actualidad. Estas suscitan, ya sea por las agregaciones reales, ya sea por uniones virtuales, nuevas socialidades, verdaderos gremios que, aunque escapan a las formas sociales instituidas, no dejan por ello de ser menos reales o "lúperreales". Verdadera centralidad subterránea que anuncia el (re) nacimiento de un homo estheticus para el cual lo invisible (bajo todas sus formas) tiene una fuerza específica. Así, al lado de la sociedad oficial, se construye una socialidad "en negro" extraña y extranjera a los valores establecidos. Es en este sentido que la religiosidad, los sincretismos religiosos o filosóficos constituyen lo que he llamado el hilo conductor: stricto sensu se halla en el corazón del cordaje y cuando aparece es indicio de que éste se ha gastado y hay que renovarlo. Al mismo tiempo, esto
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significa que el deseo de unión permanece intacto y pretende investir una nueva "forma". Estar religado sigue siendo una preocupación pregnante. Hay que seguir sus misteriosos meandros. Estas comuniones "ideales", esta dilatación de sí mismo en el Sí mismo me impulsan a volver sobre aquello que es su fundamento: la pluralización de la persona. Leitmotiv, explicado de diversos modos, pero que comencé a proponer a través de la noción de duplicidad: ser doble como estructura antropológica. Luego al mostrar el deslizamiento desde el individuo, indiviso unívoco, hacia la persona {persona) de máscaras diversas. Y finalmente llamando la atención sobre la porosidad de la identidad y la emergencia de las identificaciones múltiples. Después, hemos visto a algunos carteristas burlarse estas perspectivas. Pues la incivilidad intelectual es algo frecuente en el orden del espíritu donde la honestidad debería ser regla. Y, lo que es más grave, estos plagiadores maleducados han sazonado a su modo, es decir edulcorando, esta temática para hacer olvidar su gusto salvaje y su fuerza subversiva. Pero estos teóricos "Ganada dry" no engañan a nadie. Y sin duda los espíritus lúcidos todavía saben retornar a las fuentes vivas del pensamiento sin detenerse en las aguas estancadas de estos pensums de circunstancia. Por eso es inútil polemizar. El tiempo hace, siempre, su rastrillaje. En consecuencia, y sin resultar pedantes, habrá que proseguir con audacia. Todo pensamiento auténtico exige coraje y necesita una actitud firme y resuelta. Frente a la excomunión que lo golpeaba, Spinoza prefería no continuar con vanas querellas: "rixas prorsus hórreo", y en vez de ello afrontó, con serenidad, los edictos inquisitorios y los pensamientos dogmáticos. Hay, pues, que proseguir en este sentido. Seguir burlándose de la doxa intelectual, esa media paga de la teoría. Resistir a las conminaciones. Rechazar la sumisión al bienpensantismo intelectual. En concreto, insistir en que más acá y 'más allá del individualismo moderno: el de un individuo racional que se domina y domina al mundo, lógica "económica" si las hay la persona plural se nutre, justamente, de su diversidad, del profundo pre-consciente e incluso pre-sentimiento colectivo. Y ello es lo que puede permitir comprender el sorprendente mimetismo o la curiosa "participación mística" de la que hemos hablado. De hecho, es imperativo trasponer el puente de los asnos que representa el famoso "retorno al individualismo", encantamiento perezoso de una intelligentsia de ideas averiadas. Yo propondría, para llevar esto a cabo, un nuevo argumento. Lo que puede permitir, si no justificar, al menos comprender la pereza de la que hablamos, es que la saturación del sujeto activo, de ese subjetivismo que fue la piedra basal de los sistemas teóricos occidentales, no quiere decir que no exista la soledad. Tal vez incluso sea ésta la característica esencial de la persona humana. Pero el hecho de ser solitario no significa, en absoluto, estar aislado. La referencia a la etimología puede, al respecto, esclarecernos. Y tanto en el terreno de la poesía como en el del pensamiento, P. Celan y M. Heidegger recuerdan que el término solitario, en alemán einsam, se forma a partir de la raíz indoeuropea sem, de donde viene también "ensemble" [juntos] en francés, sammele en alemán. Con la connotación de recoger, de reunir que esto sin duda tiene. Hay pues una relación etimológica entre la soledad y la alteridad. Las raíces de la pluralización de la persona se encontrarían en una proximidad semejante. Lo extraño y lo extranjero en sí mismos que sirven de piedra de toque para la acogida de esas mismas cualidades en el otro. Una predisposición natural, en cierto modo. Y la "dilatación" de la persona, tal como puede observarse en el tribalismo pre y postmoderno no es, pues, más que la consecuencia de esta característica que tiene la soledad de acoger, de reunir. En un sentido lógico, yo diría que lo solitario es una modalidad esencial de la comunidad. Sin duda esto es lo que recuerda Heidegger: "sólo puede ser solitario aquel que no está solo; no estar solo quiere decir no estar separado, aislado, sin ningún vínculo". El lazo social reposa, en consecuencia, en el hecho de ser entre-autosuficiente.
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Sin duda es esta entre-autosuficiencia, la que hallamos en las experiencias contemporáneas del ser colectivo. Aquello que he comparado con la "comunión de los santos" de la teología. Recordemos además que la vocación tradicional del monje (monos: solo) es, justamente, estar unido estructuralmente a la catolicidad, al mundo en su totalidad. Y la imagen de la machacante melodía del canto gregoriano que funde al monje con su comunidad, el ritmo sincopado que encontramos en los trances contemporáneos y las diversas multitudes tiene, ciertamente, la misma función. Hay pues participación en un conjunto más vasto. La persona solitaria es persona. O, mejor, una persona no es persona. Es porta-voz (per sonnare) de una voz (vía) original. Un vacío, un hueco (crisol) que acoge, que está, pues, abierto a la alteridad. LQQD.13 Así, en tanto crisol, "somos parte" de eso mismo en donde estamos. Participamos de un paisaje. Somos de un "país". Comulgamos con los productos de la región. Usamos el "dialecto" de la tribu, empleamos los modismos que unen fuertemente a nuestros grupos de pertenencia. Basta, al respecto, con hacer referencia al desarrollo de los espectáculos folklóricos, las reconstrucciones históricas, el éxito de las monografías rurales, los diversos festivales que celebran, en diversas áreas, el localismo, para comprender que sin duda lo que está en juego es ese ethos que une al otro social y al natural. Las venas profundas de un lugar que irrigan el cuerpo social. Deep ecology que puede comprenderse, de un modo metafórico, como lo que da fuerzas a un estar-juntos arraigado. Ésta es sin duda la "participación mágica" o "mística" que, más allá de la separación racional, permitirá "antropomorfizar" el espacio donde vivimos, los productos específicos que comemos, los platos de la región, para hacer de ellos parte de uno mismo. Reviviscencia de un canibalismo originario que permite, al ingerir al otro (natural y social), alimentarse de la fuerza que éste posee. Hay en este proceso de participación un cambio de importancia. Y, en muchos aspectos, una vuelta a valores arcaicos. Esto es sin duda lo que la psicología de las profundidades, de inspiración junguiana, se ha encargado de poner de relieve. Es lo que vemos, igualmente, en cierto psicoanálisis que pone el acento en lo trans-generacional. Es, también, lo que un pensamiento de lo social redescubre al mostrar la importancia de lo imaginario. Así, toda la obra de Gilbert Durand subraya la eficacia de las "estructuras antropológicas" cuyas raíces se hunden profundamente en el inconsciente colectivo. En sus diversos aspectos, esta sensibilidad teórica, sin negarla, relativiza la conciencia de sí, y muestra en qué medida no es más que una conciencia desdichada de obediencia moral. Desdichada, en la medida en que bajo fundamento de "pecado original", todo está marcado con el sello de la infamia. Alienación estructural. La "verdadera" vida está más allá o después. “Mundus est immundus". Y el rechazo del otro o la preocupación por corregirlo, multarlo, eventualmente cuidarlo, participa de este humor que Nietzsche llamó, jocosamente, la "moralina" y que, según Max Weber, funcionaba según "una lógica del deber-ser". Todo lo cual converge en esa mentalidad de "damas de benefi-cencia" que siempre quieren hacer el bien de los otros a partir de una concepción del bien decretada a priori. Mentalidad que encontramos en todos los colonialismos y diversas formas de imperialismos, sociales o políticos, que siempre hace gala, hipócritamente, de buenos sentimientos. Es de hecho, una salida, en línea recta, hacia el resentimiento. El odio de sí y el odio del mundo son de la misma especie. Y ver, por todos lados, la "miseria del mundo" o estigmatizar, aquí o allá, "un eje del mal" es, de facto, la consecuencia de una misma economía de la salvación obnubilada por la búsqueda de la perfección, alimentada de un fuerte sentimiento de culpabilidad, y que reposa sobre el fantasma de lo uno: monoteísmo o monoideísmo. No olvidemos, en efecto, cuál es la dualidad fundacional de la tradición judeocristiana, lo que Heidegger llama el "cristo-teologismo". Por un lado está el Ecumeno: el mundo conocido y civilizado,
13 Dos juegos de palabras. Primero, entre “voz” y “vía” (voix y voie) y luego entre “hueco” y “crisol” (creux y creuset)
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dominado por la razón y orientado a alcanzar una meta lejana (Paraíso, sociedad perfecta). Por el otro el Exotero, que está fuera de los muros de esta civilización. Mundo bárbaro si los hay, un poco salvaje y sometido a los instintos y las emociones. Todo el moralismo reposa en esta distinción. Lógica de la separación, del corte. Pero resulta que los bárbaros se encuentran en nuestros muros. Baroqus redivivus: la perla imperfecta, a la que se le reconoce cierto encanto. Y, de un modo inconsciente, es esta integración de la imperfección la que sin duda está en el origen de una concepción "holística" de la vida. Coincidencia de las cosas opuestas. Organicidad de la razón y lo sensible. Naturalismo salvaje tal como se expresa en la melomanía exacerbada de la música "tecno", "rap", "hard rock". Todo lo cual recuerda los encantamientos de las sociedades primitivas. Gritos salvajes destinados a darse coraje frente a la ineluctabilidad del destino. A darse ánimo para vivir el instante. De hecho, ruido de cobres y tambores empleados para adecuar la respiración social a la de la naturaleza. A marcar el ritmo de la vida como un ejemplo que da significado hic et nunc. Sin duda es este "aquí y ahora" el que da sentido a una ética del instante, a un situacionismo generalizado. El que hace participar, colectivamente, de las dichas y desdichas de un dado "mundano" por completo imperfecto pero al cual, bien o mal, nos acomodamos. Capítulo 5 Deontología Pero el autor se atiene ante todo a las terribles acusaciones de inmoralidad. Tal vez incluso irán hasta la obscenidad... Balzac LA LUZ NEGRA DE LOS SENTIMIENTOS Comenzaron a apreciarlo bastante tarde. Durante mucho tiempo Caravaggio resultó chocante. Precisamente porque se las ingeniaba para pintar lo que veía: la gente que se cruzaba en la calle, aquellos con los que hacía chanchullos en lugares de mala fama, con sus caras grotescas, sus deformidades, su belleza también. En suma, pintaba aquello y a aquellos que constituían la vida co-tidiana en su abigarramiento y en su diversidad. De allí que en tanto observadores de la vida social no debamos preocuparnos por los códigos, convenciones y deberes que las sociedades erigen en reglas. Ciertamente, describir prácticas au-daces, anémicas puede ser inquietante. Y muy a menudo el pensador experimenta, tal como señala Platón, que la suspensión del juicio le produce vértigo. "Míralo ahora cómo tartamudea, tan extraviado se siente" (Teeteto, 175d). Y sin embargo es este extravío el que debe operarse si pretendemos comprender las diversas efervescencias con las que se expresa la cultura posmoderna. Tal como han señalado, de diversas formas, todos los fenomenólogos, pensar es mostrar y permitir también que algo se muestre. Estamos lejos de la demostración que, muy a menudo, no hace más que devanar una idea común. La "mostración" reconoce que lo que es puede ser monstruoso. Pero el monstruo atormenta el sueño y la realidad. Es constitutivo, también, de la naturaleza humana. En este sentido, lo que es "monstruoso", pero no por ello menos real, es la saturación de la categoría de sujeto de la filosofía, y por ende de la moral, occidental. Esto puede resultar chocante. Y
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ciertamente lo es. Es una constatación empírica que ha sido sistemáticamente rechazada por la mayoría de los análisis contemporáneos. A lo sumo, de un modo alambicado, escuchamos a "investigadores" u otros "expertos" que, con una muequita en la boca, reconocen que en efecto la noción de identidad ya no es lo que era, que por supuesto el individuo se pluraliza. ¡Qué gran hallazgo! Si un cambio de fondo se ha operado, es justamente éste. Esta decadencia del individuo lógico y del individualismo epistemológico que le sirve de soporte es, ciertamente, la palanca metodológica más eficaz para entender lo que está en juego en la mayoría de las situaciones contemporáneas. Repito: ello ha sido constatado, pero, paradójicamente, se lo niega. Y sin embargo el asunto está a la vista. El sujeto cartesiano, amo y poseedor de la naturaleza, así como el sujeto del inconsciente sobre el cual reposa lo esencial del psicoanálisis freudiano, dejó de estar a la orden del día. Por mi parte, lo vengo señalando hace ya mucho tiempo. Alcanza, simplemente, con abrir los ojos para observar que las diversas multitudes posmodernas reposan, esencialmente, en la desaparición del sujeto en la efervescencia o la banalidad del grupo. Deporte, música, religión están moldeados por las "leyes de la imitación". Lo mismo sucede con las diferentes instituciones sociales que están siendo roídas por un tribalismo galopante. Es hora de reconocer todo esto si pretendemos nombrar el nuevo lazo social en gestación. En suma, el encierro en el pequeño yo constitutivo del caparazón moderno ya es historia vieja. De un modo figurado, el soñador etnólogo C. Castañeda cuenta una bella historia al respecto. "Los brujos dicen que estamos en una burbuja. Una burbuja en cuyo interior nos pusieron al nacer. Al principio, la burbuja está abierta, luego comienza a cerrarse, hasta que se sella y allí nos quedamos". Y continúa contando de qué modo vivimos enteramente nuestra vida en el interior de la burbuja, y cómo todo depende de las percepciones elaboradas en esa redondez. Lo que Castañeda propone es salir del encierro promovido por semejante self-reflection. Es interesante observar, desde este punto de vista, cómo los diferentes protagonistas del New Age, influenciados por este tipo de aproximación, se ocupan de mantener la "burbuja" abierta. Apertura a lo no-racional, incluso a lo irracional, apertura a lo transgeneracional. Podría multiplicarse, al infinito, la lista de lo que hace estallar las barreras del individuo moderno. Esto se puede vincular con lo que Husserl llamaba esas "intencionalidades anónimas". Hay significación sin que seamos precisamente conscientes en forma individual''. Por mi parte, diría flujo de la conciencia o del inconsciente colectivo. Ese "mundo de la vida" con el que todos y cada uno comulgamos sin prestar demasiada atención. La importancia que recobra en nuestros días la memoria social es un índice al respecto. El papel que juegan los arquetipos en la publicidad, el entusiasmo suscitado por los cuentos, los relatos legendarios, el éxito de las reconstrucciones históricas o míticas, son del mismo orden. Todas cuestiones que hacen reposar las costumbres sociales en preestructuras, en algo que preexiste a la simple razón y a su avatar: el contrato social. Puede decirse que numerosos comportamientos miméticos están impregnados por el fenómeno de correspondencia, por la práctica de la analogía. Así en el lenguaje cotidiano, una madre que habla del éxito de su hijo, o que quiere, sencillamente, señalar lo que es de su vida, dirá: "yo, Bernardo... hace esto o lo otro"14. Con esto se expresa una entidad mágica, una participación mística. Bernardo y su
14 “Moi, Bernard, fait ceci ou cela”. La traducción es apenas literal. En francés es una construcción corriente en la que el que habla (moi) se confunde con aquel de quien se habla (Bernard). Esto se da gracias a que la conjugación verbal fait (“hace”), en la oralidad, sirve tanto para expresar la primera como la tercera persona. En castellano esto es irreproducible.
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madre no son más que uno. Uno y otro sólo existen en relación fusional. Sin duda es esta fusión, paroxística en el caso señalado, pero que puede vivirse en menor grado en otras situaciones grupales, la que constituye el fundamento de multitudes de comportamientos. Fusión, efusión, confusión, difusión. Es precisamente en términos de epidemiología que deben interpretarse las modas, las imitaciones en el lenguaje, la vestimenta, lo intelectual. Cuando los diferentes medios hablan al mismo tiempo del mismo libro, del mismo espectáculo, de la misma celebridad (artística, política, religiosa...) del momento, ¿cómo debe interpretarse este fenómeno si no como la expresión de una fusión o de un mimetismo animal? ¡En todo caso, esto debe relativizar nuestra pretensión a la distinción y a la crítica individuales! Tal vez no sea inútil ser capaces de poner, cada tanto, las ideas y las cosas en su lugar. Saber confrontar ya no una verdad en sí, una Verdad universal, sino más bien las verdades del mundo. En lo que tienen de contingente y provisorio. Preocupación por lo real que alía a la vez el gusto del ser y el del siglo en un mixto por demás prospectivo. Se trata de reconocer, en concreto, la importancia de la simpatía en la constitución del estar-juntos. Así como hay una conexión intrínseca entre lo social y la moral. Conexión característica de la modernidad. Puede establecerse otra entre la "ética" o la "deontología" y la socialidad. Lo que exige, sirviéndonos de una expresión de M. Scheler, considerar seriamente un ordo amoris que enriquezca la funcionalidad de lo real por el "lujo" propio de lo irreal. Por más chocante que resulte, los fundamentos de la moral universal: razón, progreso, libertad ya no parecen ser los ingredientes en práctica de las maneras de ser contemporáneas. La razón ha sido relativizada por la imaginación, el progreso contrabalanceado por la vuelta de valores arcaicos, en cuanto a la libertad, ya no está a la altura del sentimiento de pertenencia incluso de infeudación que parece prevalecer en las tribus posmodernas. Impulsada hasta su punto más extremo, la moral de un social totalmente aseptizado ha evacuado, en buena medida, la parte de sombra que es, de igual modo, un elemento de la naturaleza humana. En consecuencia, así como señala el antropólogo Gilbert Durand, demasiados hombres "en este siglo de 'iluminación' ven cómo se les usurpa su imprescindible derecho al 'lujo' nocturno de la fantasía. Puede que la moral del '¿cantabas?, yo estoy lo más bien', y la idolatría del trabajo de hormiga sean el colmo de la mistificación". Sí, frente a la violencia totalitaria de la moral, aparece el resurgimiento del derecho a lo nocturno. Luz negra que no deja de iluminar esos momentos de efervescencia intensa en los que, como en sabbats misteriosos, se cocina una ética específica con un tufillo un poquito inmoral. Eyes wide shut, como tan bien lo filma S. Kubrick. Justamente, con los ojos cerrados a las conminaciones de la razón moralizadora, las bacantes celebran un lazo societal cuyo hilo conductor está conformado por la pasión, la emoción y otros afectos innombrables. Estas bacanales posmodernas no son exclusivas de tal o cual clase decadente. Ciertamente, podemos localizarlas en las manifestaciones paroxísticas de la producción cinematográfica o no-velesca. Resulta instructivo, también, relevar las exageraciones coreográficas de la Historia de las lágrimas, arte visionario de Jan Fabre. Pero estas formas desenfrenadas ya no son excepciones anémicas. Tienden incluso a volverse la regularidad canónica de las performances artísticas. Y ello porque están en sintonía con un imaginario 'nocturno constitutivo del espíritu del tiempo contemporáneo. Tal vez no haya que lamentarse tan fácilmente. Las figuras caricaturescas que se han referido pueden considerarse como una forma de desapego. Pérdida del pequeño sí mismo en un Sí mismo más vasto: el de la comunidad. Pérdida de sí mismo en el Otro que puede ser considerado como una verdadera divinización. Deificación (theosis) por la cual lo divino se inmanentiza, se humaniza en cierto modo.
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Tal encarnación de la deidad en el cuerpo social es precisamente la que puede observarse en todas las multitudes que abundan en la actualidad. Estas diversas concentraciones, atravesadas por una indecible e irresistible pulsión animal, dicen la necesidad del LAZO, de la obligación que me une al otro. Pero con un lazo que ya no es trascendente. Con una regla que ya no es universal, sino que dependerá del momento, de la oportunidad. ¡Del Kairós en su trágica finitud! Debemos estar atentos a esta "deontología". Ciertamente, no proyecta la energía de los diversos protagonistas hacia un horizonte mejor. Ya sea político y/o religioso. Sino que condensa la energía, individual o colectiva, en el instante presente. La intensifica de golpe. Basta con ser consciente de ello para volver particularmente efectiva esta intensidad. En efecto, puede haber en los éxtasis consecutivos a la ruptura del principium individuationis algo que permita resaltar el fondo más íntimo que duerme en cada hombre. Ese fondo nocturno no es, como habitualmente se cree, simplemente turbio. No es un tacho de basura al que conviene vaciar, o una parte demoníaca que debe erradicarse. Muy por el contrario puede ser un fondo (fondos) en el que anida un tesoro primitivo de solidaridad, de generosidad también. Hay que aceptar nuevamente esta primitividad y no andar con cara de disgusto por aquello que no se repite, y por ende no puede atesorarse para el futuro. Las deontologías que rigen las costumbres de las tribus contemporáneas son perfectamente efímeras. Son caóticas también. Tienen algo animal y escapan, por ello, a la normatividad racional. Tampoco dejan de ser calurosas, y expresan muy a menudo el sofocamiento de la vida cotidiana en lo que ésta tiene, a la vez, de extravagante y habitual. Los éxtasis sensuales no son los "beneficios extras" de la vida social, sino que expresan justamente su esencia. Tal como puede verse en otros períodos históricos éstos hacen cultura. Obnubilados por la eficiencia, la funcionalidad, el "ir directo al grano" propio del imaginario moderno (esa famosa vía recta de la razón), nos sorprendemos por completo de que puedan tomarse algunos atajos. Sin embargo es precisamente el aspecto sinuoso del sentimiento el que tiende a prevalecer en los modos de vida contemporáneos. Vox cordis, via cordis, voz [voix] y vía [voie] del corazón que se expresan en los delirios místicos propios de la religiosidad ambiental pero también en las efusiones musicales o las histerias de-portivas. La atribución de los juegos olímpicos a tal o cual ciudad suscita entusiasmos y, correlativamente, decepciones que se inscriben sin duda en el registro de lo emocional desenfrenado. Ciertamente, hay en estos fenómenos (delirios religiosos, efusiones musicales, histerias deportivas) un impacto económico innegable, impacto que ha sido, ampliamente, analizado. Pero ello no debe enmascarar que más allá o más acá de la economía, se afirma un arte de vivir sin otra finalidad que la del placer de ser, la de la voluptuosidad. En sentido estricto, un gusto por el "lujo" [luxe\. lo que escapa a la simple utilidad; una especie de "luxación" generalizada de los diversos miembros del cuerpo social. Ésta es justamente la deontología en gestación. Hecha de desmovilización respecto de los valores esenciales que la modernidad se fijara como objetivo. Un "abandono" que se expresa a través de múltiples expresiones familiares o triviales: sentirse cool, no hacerse historia, estar de diez... pero cuyo denominador común es sin duda la ruptura del principio de realidad que fue el gran ideal moderno. Bajo una forma ligeramente irónica, podemos ver en todas estas manifestaciones la expresión de lo que Descartes llamaba la "flexamina", aquello que en la música conmueve al alma. Pero desde luego esta "flexamina", esta alteración del alma ya no es, simplemente, individual, sino que concierne al alma colectiva, al cuerpo social en su totalidad misma. La importancia de los afectos, el papel que juega la emoción, el recrudecimiento del sentimiento de
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pertenencia, las histerias de las que hemos hablado, todo esto recuerda que así como el cuerpo individual no existe más que en una perpetua interacción, el cuerpo social reposa igualmente en la confluencia de la razón y de lo sensible. La moral universalista es la consecuencia de lo que Antonin Artaud llamaba la "conciencia separada". Esta separación ha dejado de estar vigente. Sin duda es porque hay "re-ligancia" entre todos los elementos que puede hablarse de "deontología". Es decir, de un comportamiento colectivo tributario de un momento vivido, y que depende de las reacciones afectuales de aquellos mismos que viven el momento. El utopista Charles Fourier estuvo atento al proceso de atracción. Poéticamente A. Bretón señaló su orbe. Sociológicamente P. Tacussel mostró, regularmente, su actualidad. Cómo no decir entonces que semejante atracción se halla en el fundamento mismo de la vida material. Aunque expresa, también, la perpetua interacción que se establece entre lo material, lo espiritual, lo animal, lo orgánico, lo natural y lo cultural. La religancia es esto. No se pueden comprimir, continuamente, las pasiones. A riesgo de producir desarreglos y efectos perversos. Los distintos fanatismos y otros terrorismos dan fe de ello. Conviene, muy por el contrario, dejar que se expresen. Pues, así, activan, a su manera, una energía colectiva que si bien no tiene un objetivo tiene con todo una intensa significación. Nos cuesta tener en cuenta las pasiones o las emociones colectivas dado que se viven, esencialmente, en el presente. Un presente como punto de cristalización del pasado y del futuro. Un presente cuyo fin implica el comienzo: lo que es como si siempre hubiese existido. Semejante "implicación" se halla en el retorno de hadas y caballeros. La vemos en acción en la publicidad, la canción, el teatro, en la ficción televisiva, y también en los juegos de rol de Internet. En todo esto la moral universal tiene poca influencia. De ahí el desasosiego de las élites que ya no saben a qué santo encomendarse. Pero podemos ver en práctica una "deontología" específica. Particularista. Localista. Deontología a veces inmoral que ya no se reconoce en la unidimensionalidad del sentido de la Historia, sino que, más bien, privilegia el pluralismo de la religancia, y ello en los dos sentidos del término: estamos religados a los otros, a la naturaleza circundante, brindamos nuestra confianza a los otros de la tribu y a la naturaleza de la que formamos parte. El éxito de las técnicas New Age, así como la sensibilidad ecológica, el retorno al primitivismo y a lo nativo, sin olvidar la celebración de la sangre, los humores y el pelo, todo ello permite destacar el pluralismo cósmico de la deontología posmoderna. Su dimensión hermenéutica también: todos los acontecimientos, todas las cosas, por más anodinas que sean, tienen un sentido, inmanente desde luego. Estamos lejos del cogito moderno. Del sujeto activo también, del ciudadano responsable o del homo polilicus. En suma, todo esto ya no tiene nada que ver con el individuo moral causa y efecto del contrato social que fue la expresión del estar-juntos durante la modernidad. En este proceso de implicación o de "participación" mística con los otros y con la naturaleza, todos y cada mío, lo queramos o no, lo reconozcamos o no, somos pensados. No somos más que el "altavoz" de formas de ser arcaicas, o incluso el resurgimiento de una antigua raíz de la que no somos sino el vastago, la reviviscencia de un phylum que nos supera ampliamente. Por decirlo con la fórmula poética de Huber Reeves, no es más que "polvo de estrella". La persona plural, la que participa en el pluralismo cósmico del que hemos hablado está como irradiada por un universo social y natural que la rodea, que le permite ser lo que es. Es interesante (¿divertido?) observar que semejante visión, un poco mística, de un estallido del pequeño sí mismo en un Sí mismo más vasto la encontramos en Hegel. "Lo verdadero es el vértigo báquico en el cual no hay un solo miembro que no esté ebrio... Y porque cada miembro, al desprenderse se disuelve inmediatamente, ese vértigo es en consecuencia el reposo transparente y simple". ¡Lo verdadero está en el vértigo báquico! Esto sí que es audaz. Pero señala claramente que sólo
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somos en relación con el otro. Lo que representa, retomando una expresión de la francmasonería, a la que Hegel no era ajeno, un "egregorio", a saber, una unión invisible, especie de concatenación mística gracias a la cual cada uno de nosotros puede existir en tanto tal. Es este "vértigo", este encadenamiento tribal el que hallaremos en las efervescencias estivales, en las histerias musicales y deportivas, en las excitaciones propias de las ferias, los mercados, las liquidaciones, las "ventas de garage", y otras ocasiones festivas. Todos elementos que muestran la importancia de los lugares de intercambio, de comunicación, de "comercio". Ésta es justamente la deontología en práctica. Emerge de lo que podríamos llamar "fiestas copulativas" en el transcurso de las cuales la circulación de bienes, de palabras y afectos libera el vientre de la angustia de la muerte. Habría que hacer una topografía de las costumbres y los lugares, topografía de lo físico y lo espiritual, que daría cuenta de esta íntima y secreta conexión existente entre la pluralidad de los lugares y la de los lazos. En oposición a una moral una y universal, la deontología-ética es compleja, concreta, en tanto arraiga en las maneras de ser y de pensar cuyo elemento esencial es la heterogeneidad. Hay allí sin embargo una coherencia, un centro de la unión, de esos fragmentos constitutivos del mundo real. EXCURSUS SOBRE LA "VERWINDUNG" ¿A quién llamas malvado? A aquel que siempre quiere dar vergüenza ¿Qué es lo más humano para ti? Ahorrarle la vergüenza a alguien. ¿Cuál es el sello de la ansiada libertad? No avergonzarse más de sí mismo F. Nietzsehe La deontología, ese saber de las situaciones, especie de "situacionismo" extremo, es la aceptación de la complejidad humana en la que nada debe rechazarse. Su ideal es una sociedad inocente en cuanto a las leyes. Inocente, en todo caso, en cuanto a las leyes exteriores, las de las instituciones dominantes, pero capaz de asumir las reglas y códigos internos emergidos del propio grupo. Ya no la verticalidad de la "ley del padre", sino más bien la horizontalidad de los códigos fraternales. En este cambio de "tópico" se expresa el deslizamiento del clasicismo fundado en el conocimiento positivo de sí mismo hacia una forma barroca en la que el "conocimiento" se hace a partir del otro. Por un lado el principium individuationis de la moral. Por el otro el primum relationis de la deontología-ética. Este cambio de tópico es de suma importancia. El gran (y bello) ideal moral reposaba en el libre albedrío, o incluso en el libre examen. El de elegir y pensar por sí mismo. ¿Pero sigue, aún, siendo actual desde que tiende a prevalecer el mimetismo generalizado? En el "situacionismo" de la deontología, el pensamiento y la acción ya no son libres, sino que están determinados por aquello de lo que uno es tributario: el grupo, la naturaleza, el lugar, el clima, los instintos... La libertad, en consecuencia, queda relativizada. Se vuelve intersticial. La naturaleza, que debe comprenderse aquí en un sentido amplio, no sólo hay que dominarla, hay que saber seguirla. Seguir sus huellas y sus raíces. Las de la memoria social, las de las costumbres, las del imaginario. Huellas que constituyen marcas profundas y que dan forma a un inconsciente colectivo. Lo que Durkheim llamaba los "caracteres esenciales" de una sociedad, las huellas indelebles, arquetípicas, que afloran cada vez más en la vida de todos ios días. Nos hallamos aquí, de hecho, en el corazón mismo de esta nueva relación con el mundo y los otros que va produciéndose ante nuestros ojos. Esa relación que he resumido al mostrar cómo el "lugar [lieu] hace el lazo [lien]"15. Es decir cómo todo reposa en la manera de habituarse. Y ello en. el sentido fuerte del término. Habituarse a la propia casa. A este mundo de aquí. Habituarse, trágicamente, a un mundo y a una existencia cuya finitud conocemos. A eso a lo que, para bien o
15 En el original, juego de palabras entre lien (lazo) y liani (literalmente “enlazante”); aquí con valor de “comunicativo”
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para mal, pese a todo nos acomodamos. Tal como dice Rene Char, "habito un dolor". Y contra la doxa, esa sabia opinión (cristiana, occidental, moderna) de la superación, nos con-formamos. Ese "con-formarse", está ahí en lo cotidiano: nos ajustamos a los otros de la tribu. Y resulta chocante observar la extraordinaria tolerancia que prevalece en la multiplicidad de las relaciones sociales, juveniles en particular. Se acepta, también, el cuerpo. Ya no como mortal (“soma, sema", según el adagio cristiano: el cuerpo es tumba), sino como algo limitado, ciertamente, de lo que no obstante se puede hacer un instrumento de goce. Se le dice sí a la naturaleza. Y ésta ya no es un "objeto" dominado por un sujeto soberano, sino un compañero con el que debemos contar. Así, ciertamente, es cómo conviene comprender el desarrollo del "cuidado" ecológico, de los alimentos naturales y otras preocupaciones sobre el medio ambiente. Es una noción propuesta por Heidegger, y que traduce bien el clima del que acabamos de hablar. Verwindung. Esa capacidad de hacer propia una cosa "entrando más profundamente en ella y trasladándola a un nivel superior". Es lo que he llamado "libertad intersticial": habitar ese dolor de ser en el mundo, no superarlo, aceptarlo hasta hacer de él una alegría específica. Verwindung como aceptación, reanudación, distorsión, todo ello en pos de una cura. Así es cómo se aborda la infancia, el pasado, lo maravilloso, la memoria, las raíces profundas. Todo como napa freática del estar-juntos. Todo como vector del reencantamiento del mundo. Todo esto puede parecer, a priori, demasiado abstracto. Y sin embargo no puede ser más concreto. Sólo teniendo en mente esta "reanudación-distorsión" puede comprenderse la vuelta de todos esos arcaísmos que puntúan la vida cotidiana. Las tribus juveniles, la importancia del nomadismo, la exacerbación de las religiosidades, la prevalencia de la animalidad en los espectáculos de todos los órdenes, el desarrollo festivo, el culto del cuerpo. Todo se encuentra en las tiendas especializadas, se capilariza en la publicidad y, poco a poco, contamina todos los sectores de la vida social. Ciertamente, algunos espíritus gruñones sólo verán allí la expresión de un nietzscheísmo de pacotilla, de un orientalismo mancillado, de un irracionalismo retrógrado. O, peor, de un panteísmo regresivo. Poco importa el juicio de valor. Contentémonos con una constatación de hecho. Sepamos poner las ideas y las cosas en su lugar. En concreto, ese insolente y sereno modo de vivir, en el día a día, el politeísmo de valores que la tradición judeo-cristiana, moderna, creía haber superado. Tal vez esté allí, además, la clave principal para comprender adecuadamente la posmodernidad: la reafirmación de lo complejo, la heterogeneización de todos los aspectos de la vida. Pluralización de la persona, fragmentaciones tribales, policulturalismo galopante son algunas de las tantas características de la vida social. De hecho, si tomamos estos términos en su sentido metafórico, se respira politeísmo en el aire, incluso panteísmo. Sin duda es esto lo que resulta chocante. Pues el sustrato cultural sobre el que se ha fundado la modernidad es precisamente la gran "fantasía" de lo uno. Y más de un agnóstico declarado se sorprendería si le hiciéramos notar que su sensibilidad teórica, sus reacciones prácticas participan de un "monoteísmo" fundamental. De la razón humana "que conduce a la unidad" como lo declara san Agustín, a la fórmula de Auguste Comte: "reductio ad unum", hay una sorprendente continuidad que va a expresarse en la invención del individuo uno, de las instituciones homogéneas, y a culminar en la "forma" del Estado-nación, y de la República una. Se ha insistido a menudo al respecto. Pero a fin de poner las ideas y las cosas en su lugar, no será inútil recordar su origen. A saber, tal como señala adecuadamente Georges Steiner, el deslizamiento en la metafísica occidental de un ser infinitivo a un ser que va a nominalizarse. Lo que desemboca en un sustancialismo rígido. En una Mitología cerrada. Henri Lefebvre, a su modo, no dice otra cosa cuando muestra cómo "la inteligencia aristotélica" degenera en "Ser personal". El Dios
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único, y podría agregarse el Individuo del contrato social, el Ciudadano responsable de la sociedad racional. El gran ideal de la Iglesia es sin duda evacuar la disparidad: ut sint unum. Para que sean uno. Y acto seguido, será justamente la inquietud por semejante "reducción" la que constituirá el fundamento de todas las instituciones modernas. Será, también, el fundamento de los grandes sistemas teóricos que reposan en la búsqueda de definiciones que definen lo indefinible. Sin embargo es lo indefinible lo que parece justamente caracterizar los modos de ser posmodernos. Androginias, identificaciones múltiples, sincretismos religiosos, relativismos filosóficos, patchworks ideológicos, sinceridades sucesivas tanto en amor como en política, son algunas de las manifestaciones de un politeísmo ambiental. Retorno de las cosas complejas. Es la complexio oppositorum la que hace reposar el equilibrio, personal, colectivo, natural, en la articulación de los unos respecto de los otros. Nada es separable o aislable. Cada cual implica, en un sentido fuerte, a los otros. Así, si la deontología es tributaria de las situaciones, reposa, al mismo tiempo, en la puesta en relación. Puesta en relación que es justamente la "religancia" entre todos los elementos de lo dado mundano. No simplemente el espíritu sino también el principio vital, animal que irriga todas las cosas. No solamente la cultura, sino también la naturaleza en su aspecto vivo. Se ha hecho notar que el término ousin, en griego, designaba al Ser en un sentido vasto, yo diría más bien vago, en todo caso englobante. Y cuando los Padres latinos (Tertuliano) lo traducen por "sustancia", éste adquiere un sentido mucho más fijo. Con ello queda bien definido el deslizamiento de la ontogénesis dinámica hacia una ontología mucho más estática. Lo que sin duda está en juego en la vida social es la consideración de la fuerza de las cosas. "Fuerza de las cosas" que se expresa, justamente, en la superación de la dicotomía bien/mal, bueno/malo, y otras distinciones por el estilo. Así es cómo debe comprenderse el retorno a un mismo tiempo de la animalidad y la innegable generosidad que encontramos en el seno de las tribus posmodernas. Lo mismo en cuanto a la apetencia por lo invisible, lo sobrenatural, lo mágico y lo misterioso, y el deseo de lo tangible corporal, de un hedonismo ambiente y de un pragmatismo de buena calidad. El cielo y el infierno se conjugan en una unión tan fuerte que su marca atraviesa películas, músicas, prácticas cotidianas. Se celebra a Dios en las reuniones "carismáticas" u otras celebraciones evangélicas. Pero el Diablo no se queda atrás en las multitudes atraídas por la música "gótica". El candomblé, el umbanda brasileño son un buen ejemplo de semejante conjunción. Y es instructivo observar la cantidad de ciudades francesas en las que encontramos estos cultos de posesión, u otras manifestaciones de estos compiejos sincretismos. "Los orientes místicos" (G. Durand) que allí se expresan tal vez sean de pacotilla, pero no dejan de subrayar, desde un punto de vista fenomenológico, el retorno en otro nivel ("reanudación-distorsión") de un paganismo nativo que tiende a resurgir en nuestros días. "Detrás de la cruz está el diablo", dice el proverbio español. Entre todas las interpretaciones que pueden darse, sin duda está la de la indistinción, no separación, reversibilidad del bien y del mal. Detrás de la cruz está el diablo. La complexio oppositorum,, que une de un modo conflictivo las cosas opuestas. Sin duda esto es lo que caracteriza esa especie de trascendencia inmanente de la que acabamos de hablar. La cruz, la tradición esotérica, es justamente la que une los cuatro puntos cardinales. Y a través de esto realiza la unión de lo que está, aparentemente, disgregado. Verdadero centro de la unión que a un mismo tiempo reúne y mantiene en la diferencia. Estamos lejos de una moral proyectiva y superadora del mal. Las prácticas "deontológicas" son pues aquellas del momento justo. De un Kairós que más allá o más acá del linealismo causal, de la Historia, de lo político, del contrato social racional pone el acento en la sincronicidad: los advenimientos de esas cosas antiquísimas, raíces de lo humano, que vuelven a la superficie en el
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videoclip, en determinada campaña publicitaria, en determinado "tema del verano", en los humores teatrales del coreógrafo Jan Fabre, en las provocaciones de Eminem o de Marilyn Manson, sin olvidar el peregrinaje de Santiago de Compostela o el de Chartres. Que el propio lector complete la lista a su gusto. No son acontecimientos [évenements] históricos, por completo banalizados, previsibles y, lógicamente, esperados. Sino más bien advenimientos [avénements] destínales que, en su irrupción, ligan a la tribu, afirman el sentimiento de pertenencia, establecen un lazo a través de un compartir de emociones colectivas. He recordado, retomando una expresión de Durkheim, la importancia de los "ritos expiatorios". Esos llantos de alegría, de pena, esos humores que durante las celebraciones comunes ligan a los miembros de las tribus primitivas. Algo de este orden es sin duda lo que pasa en nuestros días, donde a través de un reality show, de los juegos de rol en Internet, de una tecno parade, de un desfile de la gay pride, de un mundial de fútbol, o de un torneo de tenis, sin olvidar determinadas batallas intelectuales, determinados escándalos mediáticos montados especialmente, en todo esto, se ponen en escena llantos, humores que tienen una función agregativa. Comuniones posmodernas que en-cuentran su razón de ser en las raíces arcaicas de los instintos gregarios más primitivos. Esa es la fuerza de la "deontología": vivir en el presente de los modos más antiguos. ¡Algo que puede devolvernos un poco más de humildad! EL INSTINTO SOCIETAL Profundo es el pozo del pasado. ¿No deberíamos decir que es insondable? Thomas Mann (José y sus hermanos) El temor al paganismo está ahí, constante, sólido, un poco irracional. Algo parecido sucede con el naturalismo. Ni uno ni otro deben existir, puesto que lo que hace a la especificidad de la tradición occidental es el dominio, la domesticación de una naturaleza por esencia salvaje, bárbara, no civilizada. La condena de un naturalismo es de origen cristiano, éste ve allí la supervivencia del paganismo, de los cultos atónicos, aquellos de la "Gran Madre" fundados en una valoración de la mujer, de lo sensible, del vientre. Luego, esta condena va a profanizarse y a inspirar los sistemas filosóficos, antropológicos, sociológicos, psicológicos elaborados entre los siglos XVII y XIX en torno a la idea de emancipación. Lo que, de hecho, no hace más que retomar la perspectiva soterio-lógica, la búsqueda de Salvación, marca específica del pensamiento semítico. En sus diversas perspectivas, hay que superar todo lo que el humano tiene de natural. Lo que lo emparienta, excesivamente, con el animal. La idea de moralidad, en su pretensión universalista, se basa en esto. Al parecer, lo que aquí yo llamo "deontología" expresa exactamente lo contrario. El rechazo de un aplazamiento del goce, negación de la espera de una sociedad por venir, imposibilidad de pensar la "verdadera" vida como aquello que debe llegar mañana. En suma, cansancio del futurismo que ha marcado a toda la tradición occidental. En consecuencia, retorno a lo sensible, al presenteísmo, a aquello que es inmanente. La felicidad del momento presente: ese es el instinto animal. No sirve de nada rebelarse contra lo que es ineluctable. Ciertamente, podemos lamentarlo, pero es el espíritu del cuerpo (tribus), el espíritu del cuerpo (hedonismo) el que tiende a predominar. Todo esto marca el fin de una concepción moral y/o política del mundo. O más bien, contra los "ídolos teleológicos" que alzara la moral se afirma ese derecho imprescriptible al lujo nocturno de la pasión. Los "arcaísmos" que los diferentes alzamientos de la modernidad no consiguieron eliminar constituyen la teatralidad cotidiana. Las calles de las megalópolis posmodernas nos ilustran en este sentido, pues allí se expresa la fantasía desenfrenada de las tribus urbanas. Cabellos multicolores, atuendos abigarrados, "piercings"
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y tatuajes diversos, hay allí, paroxísticamente, lo que, luego, servirá de material a la alta costura, al prét-á-porter y a los diferentes hábitos cotidianos. Poco o mucho, en la monotonía de la vida diaria, o en la exacerbación de las efervescencias festivas se exhibe la fuerza amoral de una naturaleza que habíamos creído sacarnos de encima. Al dominio de un animus soberano, espíritu uraniano que domina sobre el mundo, tiende a seguirle un anima mucho más oscura, un principio vital que tenemos en común con los animales. Sin duda, es esta vitalidad la que puede observarse en los diferentes hervideros que puntúan la vida de nuestras sociedades. Incluso tal vez, como señala Gilbert Durand, habría que hablar de "hormigueos" como un modo de ser en constante contacto con el otro. Pulsión extraña de ese primum relationis cuya di-mensión animal, muy a menudo, olvidamos. Hay en ese principio vital un sentido profundo por completo impersonal. Se trata de un sustrato, de una fundación, que relativiza la temática de la "conciencia de sí" sobre la cual se ha fundado toda la modernidad. Conciencia de sí que ha dado origen al individuo racional y a la moralidad contractual que es su consecuencia lógica. En los múltiples fenómenos de mimetismos, en los efectos de moda, ya sean intelectuales, de indumentaria, de comportamiento, sin duda lo que tiende a expresarse es el "ganado" humano. Y de nada sirve negar o rechazar semejante proceso. Tal vez podemos ver allí, desde un punto de vista teórico, ese "giro" que, según H. G. Gadamer, caracteriza al pensamiento de Heidegger. Giro que parte del Ser y ya no de la conciencia "que piensa el ser". Ya no es la conciencia de sí el instrumento más preciado para comprender el mundo, sino más bien la conciencia de nosotros o, mejor, el sentimiento de nosotros por el cual todos y cada uno nos ovillamos en el "hueco" del ser. Lo que he llamado el "hueco de las apariencias" donde la identidad estable deja lugar a las identificaciones múltiples. En este sentido, ese impersonal (selbstlos) puede ser un modo de unirse, más fuertemente, al otro. Impersonalidad que es el sustrato de la "deontología" propia del desarrollo tribal. No existimos más que en función y gracias al otro que nos permite ser lo que somos. ¿Cómo no decir entonces que los graneles principios que sirvieron de ideal a la modernidad parecen un poco saturados? La desafección de cara a lo político que puede observarse un poco en todas partes del mundo, el relativismo en materia de costumbres, la exacerbación del fanatismo más arcaico, todas cuestiones que van a la par con el endurecimiento moralista, testimonian de hecho el cuestionamiento de las grandes categorías que, históricamente, fueron el esqueleto de la tradición occidental. De hecho, lo que se cuestiona es la Historia segura de sí misma. La Historia que, tal como han podido decir Heidegger y Arendt, "no determina necesariamente al ser humano en lo que hace a su propia esencia". ¡Lo destinal se respira en el aire! El destino que la moral progresista creyera superado como manifestación, por excelencia, del oscurantismo recobra fuerza y vigor. No hay más que observar, al respecto, la importancia de la videncia, de la astrología, de los sincretismos religiosos, o incluso el desarrollo de las técnicas New Age, para convencerse de ello. Algo similar ocurre con el suceso de la edición de obras sobre espiritualidad y edificación, y con las revistas especializadas para el gran público que tratan sobre estos temas. En cada uno de estos casos, lo esencial no histórico, lo arquetípico, es lo que está en juego. Esta relación con el destino puede, también, observarse en el desarrollo de lo lúdico. Juegos de azar, por supuesto, y las diferentes loterías son una prueba patente de ello. Las sumas comprometidas son consecuentes, y la inversión libidinal está lejos de ser despreciable. Pero también juegos de rol y otros video-juegos para los cuales se gasta, tiempo y dinero, de un modo desmesurado. A título de ilustración podemos remitirnos al éxito en USA del Grand Theft Auto, y a la fascinación que éste ejerce a la vez en todas las generaciones. Sin embargo este videojuego, violento, sexista,
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racista, que no se corresponde en absoluto con lo "moralmente correcto" oficial, ha tenido múltiples versiones, muy ampliamente difundidas, aclamadísimas por un público numeroso que pide, siempre, cada vez más. En cada uno de estos casos, juegos de azar, videojuegos, así como en todas las manifestaciones de lo lúdico, lo que se cuestiona ya no es la Historia individualista y racional en su esencia, sino más bien el Destino en tanto funda a la comunidad, que utiliza para hacerse las emociones compartidas. Comunidad del destino. Reafirmación tribal. Ello es sin duda lo que funda el reemplazo de una Moral universal por éticas o deontologías particulares. Puede relevarse, aquí, la siguiente observación de Hegel: "el principio de la ciencia de la eticidad {Sittlichkeit) es el respeto del destino", y más aún: "la eticidad perfecta se sitúa en contradicción con la virtud". ¡Esto sí que suena claro! El sistema del estado de costumbres (System der Sittlichkeit) puede oponerse al estado de derecho o al estado de ley. Dicho en otros términos, puede haber allí éticas que sean inmorales. No hay más que constatar, al respecto, ciertas prácticas de las bandas juveniles, de las tribus urbanas, que, siendo anémicas, afirman la solidez del grupo. Y aunque éstos no lo quieran admitir, lo mismo sucede con clanes de intelectuales, camarillas profesionales, políticas o sindicales que, pese a darse legitimaciones racionales, no hacen más que defender intereses totalmente particulares. Las diferentes comisiones universitarias y otras instancias paritarias que han pululado en el sistema de la función pública son, desde esta perspectiva, caricaturas paroxísticas, donde terminan justificándose en nombre de una moral objetiva las peores prácticas tribales. ¡Y los que no tienen "el olor de la jauría" que dejen de insistir! Puede, aquí, recordarse la fórmula que K. Marx, buen hegeliano si los hay, aplicaba a los burgueses: "no tienen moral, se sirven de la moral". Esto es precisamente la deontología. Para bien, o para mal, nada tiene de racional, de abstracto, de general, sino que, muy por el contrario, es emocional, concreta, particular. Hay que tener la lucidez de reconocerlo. Aunque más no sea para atemperar sus efectos perversos. Ésta hace alusión a la experiencia en cuanto a lo vivido, lo arraigado, lo original. Lo vivido con fuerte carga instintual. Y es dicho instinto el que funda, como algo no-dicho, la comunidad de destino. En sentido estricto, actúa a sus espaldas. Y a pesar de todo sigue siendo eficaz. Los sistemas teóricos progresivamente lo han olvidado. Pero, tal como, con constancia, lo ha analizado Husserl, la conciencia (Bewusstsein) se funda en la experiencia (Erlebnis). Pensar, percibir, imaginar, desear, sentir, querer no son sino uno. O, más exactamente, están estrechamente ligados en una cadena sin fin que testimonia el aspecto orgánico de toda vida. Vida que no puede dividirse. Vida en que lo vegetativo, lo animal, lo humano constituyen un todo complejo que no podría, sin riesgo, ser disecado. Esta puesta en perspectiva holística, que concede a la experiencia el lugar que le corresponde, es la que permite comprender el arraigo dinámico que caracteriza lo que yo llamo, aquí, "deontología". Lo que es esencial, ya lo he dicho, escapa a la Historia. Lo que sin duda constata un pensamiento vivo, es decir un pensamiento que, fuera de los diversos dogmatismos, está lleno de matices, y no adquiere profundidad en sí, sino según las circunstancias. Un pensamiento que, por consiguiente, atiende al hecho de que la referencia al destino no significa que haya que sufrirlo, sino más bien elegirlo. Este deslizamiento de la sumisión a la elección es lo que constituye la fuerza de este amorfati que, desde los estoicos hasta Nietzsche, hace reposar la dignidad humana en una acordártela con la necesidad. Tal vez sea éste el verdadero humanismo, el que tiene en cuenta lo ineluctable, las obligaciones, para hacer con ello, stricto sensu, "datos de calidad". En dicho humanismo, que se vive día a día, se está produciendo una transmutación que ya no reposaría en la idea de universalidad propia de la tradición cristiana, o en el universalismo que, con el impulso de los filósofos del siglo XVII, el siglo de las
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"Luces", dejó su impronta en todos los sistemas teóricos que se elaboraron en el siglo XIX. Transmutación más vivida que pensada. Y el desasosiego de las élites contemporáneas, desasosiego que estas últimas, según el tan conocido mecanismo de proyección, llaman "la crisis", no es a fin de cuentas más que el desacuerdo existente entre una interpretación y una organización del mundo pensadas desde un punto de vista universalista, y una vida empírica que, para bien o para mal, está esencialmente determinada por una sensibilidad que podríamos llamar Localista. Por un lado la abstracción de la moral, por el otro el particularismo de las deontologías-éticas específicas. Es útil observar, en efecto, que el activismo (moral) de quienes toman decisiones en todos los niveles parece corresponderse con un fuerte relativismo ("deontología") de parte del hombre sin atributos. El "hay que arreglárselas", bajo sus diversas formas, es menos una aceptación pasiva del fatum que una manera de reconocer la limitación que es el mundo. Limitación que no podemos "superar", sino que debemos integrar para adquirir un excedente de ser. Sabiduría inmemorial que regresa. La de la aceptación de los instintos que deconstruyen las construcciones intelectuales (el Espíritu, la Conciencia, la Razón, la Sociedad...) de una humanidad universal, para valorar las costumbres específicas de grupos de hombres arraigados. Es así cómo debe comprenderse la desenvoltura, cada vez más generalizada, respecto de lo político, así como el retorno de formas tradicionales de existencia, la explosión de la religiosidad, las reivindicaciones por el "decrecimiento", y otras perspectivas "arcaicas" que desconciertan a los observadores sociales. Cualquiera sean sus objetivos, encontramos en las tribus posmodernas el eco del pensamiento libertario de Bakunin para quien "el placer de la destrucción es al mismo tiempo una pasión creadora" (Die Lust der Zerstórung ist zugleich eine schaffende Lust). En efecto, si la gran ideología del trabajo, la del dominio de sí y del mundo, la del gran ideal faustiano, no parece corresponder con el espíritu del tiempo, podemos por el contrario observar el retorno de la pasión por crear. Creaciones en lo cotidiano, minúsculas, perceptibles en el cuidado acordado a la vestimenta, a la alimentación, a la vivienda y a otras formas de "bienestar". Se trata aquí de datos de base, instintuales, animales que traen al pensamiento un grato recuerdo. Es, en todo caso, imposible ignorarlos. Y el desfase entre las élites y el pueblo, al que acabo de hacer referencia, reposa esencialmente en esto. En un libro de título evocador, El nomos de la tierra, esa ley que, podría decirse, nos viene desde abajo, C. Schmitt recuerda que una institución verdadera no admite ser reducida a una "estructura normativa", sino que debe reposar en "datos sustanciales". En concreto, los modos de ser que, en un sentido más simple, hacen la cultura: el acostumbramiento a los otros del grupo, a ese otro que es el espacio donde se vive, el acostumbramiento al espíritu que, de un modo visible, une todo eso. En suma, los usos y costumbres. Datos que resisten a la aplanadora de la Razón reductora y dominante. Durante cierto tiempo el normativismo abstracto puede triunfar, se puede intelectualizar el estar-juntos, darle una razón y una meta lejanas. Fue el caso de la moralidad moderna. Pero ese normativismo se gasta bastante rápido. Y, en consecuencia, vuelven al centro de la escena social los fundamentos arcaicos que son la pura carne de un cuerpo social arraigado, sensible, hecho de humores, pasiones y emociones compartidas. Lo que Joseph de Maestre llamaba la "fuerza invisible de la experiencia". Fórmula feliz que muestra con claridad que es esta experiencia colectiva (cultura, usos y costumbres, vida cotidiana) la que asegura la cohesión y la solidez de un conjunto social cualquiera sea. Y más aún: "jamás nación alguna intentó desarrollar eficazmente, por sus leyes fundamentales escritas, otros derechos que aquellos que existían en su constitución natural"'. Las "constituciones" no se conciben escritas, son ante todo vividas. Son la consideración que surge
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de la experiencia colectiva, el arte de las situaciones presentes que arraiga en el sustrato arquetípico que puede asegurar la legitimidad de la cosa escrita. ¡Primero las costumbres, después el derecho! Sin duda es esta precesión de la vida la que más se parece al carácter esencial del imaginario contemporáneo. "El hombre moderno carece de la seguridad del instinto". Al hacer esta advertencia, Nietzsche, tal como aparece en toda su obra, destaca que el proceso de abstracción, de desarraigo respecto de sus instintos clónicos no puede más que debilitar al hombre racional de la modernidad. Y como un eco de este señalamiento, puede interpretarse la desconfianza contemporánea respecto de un ideal moral poseedor de validez universal. Tal vez incluso la duda radical respecto del modelo occidental. Tomemos esta expresión en su sentido más fuerte, la radicalidad remite a esas raíces que resurgen en figuras típicas, incluso arquetípicas. Estas figuras incisivas pueden sorprendernos, chocarnos, y pese a ello no dejan de estar investidas, cotidianamente, de fantasías, temores, deseos y otros afectos que vienen de muy lejos. Es interesante notar, al respecto, que las "figuras" de los reality shows, así como, de un modo más general, las de los folletines televisivos, las diversas aglomeraciones festivas (desfiles, carnavales, sonidos y luces, espectáculos folklóricos), sin olvidar películas y videojuegos, reúnen personajes carnales, instintuales, sanguíneos, que expresan al mismo tiempo el lado bueno y el lado malo de las cosas humanas. En suma, lo que tiende a predominar ya no es el modelo de un "hombre teórico". Sino, muy por el contrario, aquel que vive, reacciona, se comporta en función de las situaciones. Situaciones arraigadas en lo más remoto (arquetípicas) y que se viven en el presente. Así, sólo si miramos lejos hacia atrás, podemos comprender lejos hacia adelante. Puede tratarse del hijo de la luz o del marginado de las fuerzas del mal. Los protagonistas generosos de los movimientos caritativos, el galo bigotudo que destruye la "comida chatarra", el antiglobalización que se opone al triunfo de un liberalismo salvaje pueden, desde un punto de vista fenomenológico, ubicarse al mismo nivel que un Bin Laden de aspecto crístico o un Saddam Husseim, tirano abatido, cuyo vía crucis judicial corre el riesgo de valorar la causa perdida que éste defendía. Procuremos ser lúcidos, por otra parte. El terrorista, el que pone bombas, el kamikaze, el protagonista de un suicidio sagrado y devastador no son, unánimemente, condenados. Y para algunos, recuerdan el sacrificio de los mártires capaces de morir y de hacer morir por ideas. Por cierto, son los testigos paroxísticos del fin de la moral racional y civilizada. Pero, al mismo tiempo, recuerdan la voz subterránea de esos instintos bárbaros que fundan y afirman a las comunidades, las tribus, fundidas por y a través de la violencia de los sentimientos. La Inquisición no está muy lejos, tampoco las guerras de religión que ensangrentaron a Europa. Y tanto una como las otras, en nombre de Dios, en nombre de algún tipo de verdad, y en nombre de las costumbres que ello debía engendrar, estuvieron llenas de hogueras, incendios, masacres y otras carnicerías sangrientas que en nada se alejan de los diversos terrorismos contemporáneos. Todo esto, para reclamar un poco más de lucidez. En concreto, la atracción que ejercen constantemente, se las defienda o no, esas "figuras incisivas" (Nietzsche) que son el fundamento de toda cultura. En las instituciones, las asociaciones, los partidos, los sindicatos y otras agrupaciones cuya esencia es racional, y que son las manifestaciones del ideal democrático moderno, en con-secuencia de un ideal racional, en todo eso encontraremos figuras carismáticas agregativas, chivos emisarios repulsivos, y, entre ambos extremos, una sarta de diferentes "avatares", expresiones de nuestros temores y nuestras fantasías no confesadas. Al relatar un resonante caso judicial, y cuestionando a los hombres públicos, los doctores Collard y Martial recuerdan que construimos todo poniendo en escena personajes "de tipicalidad narrativa: el bueno, el bruto, el mañoso". El análisis es instructivo por cuanto muestra claramente cómo periodistas, magistrados, policías, políticos, protagonistas racionales de un orden social que también
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lo es se verán desbordados por afectos que hacen revivir figuras arquetípicas que nada tienen que envidiar a los cuentos y leyendas de antaño. Esto puede resultar anecdótico. Pero la anécdota es significativa en tanto recuerda que el lazo social ya no se estructura a partir de ídolos ideológicos, sino a partir de figuras carnales que, como algunas de las reminiscencias platónicas, son las expresiones de los instintos societales. Precisamente esto es lo que debe considerarse con seriedad. Pues, más allá o más acá del bendito progresismo moderno (occidental, judeocristiano), los viejos fantasmas siguen trabajando el inconsciente colectivo, y hacen, aquí y allá, para bien o para mal, apariciones furtivas o estrepitosas. Tal como nos lo hace saber el viejo Salustio (De diis et mundo IV), he aquí el eterno retorno de las palabras y las cosas humanas: "esto no fue una vez, sino siempre". LA IGLESIA INVISIBLE Todo lo que se hace con profundidad es muy solitario. Pero siempre hay algo solidario en toda actitud verdaderamente solitaria. Pensamiento cartujiano Si hay algo que una y otra vez se ha renovado, es la constitución, en el seno de toda institución, de verdaderas sociedades secretas, en las que se afirma ese lazo de interacción que hace de todos y cada uno lo que somos a partir de una primordial relación existencia!. ¡Primum relationis! G. Simmel mostró claramente cómo estas sociedades secretas eran la piedra de toque de toda verdadera socialidad. Por mi parte, he insistido en el hecho de que la "ley secreta" era una buena palanca metodológica para comprender la realidad interior de las tribus posmodernas. El proceso de complementariedad sobre el cual se fundan. En suma, esta sociedad en negro que, desde siempre, ha escapado a los poderes establecidos. Y que desde siempre fue acosada por ellos. El tribalismo es, ahora, una realidad ineludible, incluso para aquellos que, desdeñosamente o con acritud, fueron sus firmes detractores. ¡Y lo entendemos! Ya no se puede negar, aunque sólo sea para lamentar sus efectos, que la tendencia es existir en relación con el otro. Según el adagio que aplicaba la mística renana a la deidad: "ich bin du, wenn ich bin", soy tú cuando soy yo. Hay, en la contemporaneidad, un resurgimiento de esta interpretación de las conciencias. Salvo que la deidad en cuestión será la comunión tribal, la comunión con la naturaleza o incluso el hecho de estar obsesionado por los objetos técnicos. En todos estos casos hay una especie de posesión que hace que uno sea uno mismo en función de la alteridad. Todo esto, desde luego, tiene sus consecuencias en la organización societal: la moralidad propia de las sociedades contractuales pierde su eficacia en las comunidades afectuales. De allí, tal vez, la necesidad de remitirse a algunas de estas formas arcaicas en las que se expresaba esta sodalidad, de larga data, que une a los hombres entre ellos. Se trata de una temática constante que, como un hilo conductor, recorre toda sociedad. Salvo que en ciertos momentos adquiere un vigor renovado. En el siglo XIX, sólo por citar a Schelling, Hegel, Hólderlin, juntos o cada uno a su modo, fueron "moldeados" por esta idea de una Iglesia invisible que, al lado, más acá, más allá, de las simples instituciones positivas, unía a los hombres rectos, de corazón, auténticos en sus relaciones con los otros, verdadero hogar, a partir del cual podía existir la sociedad visible, y las instituciones que la representaban. Visión romántica, por cierto, pero que puede fundar la distinción entre una moral, para todos, que define la regla común, y una deontología (ética), expresión de la vida viva, y por ende capaz de integrar esos elementos, aparentemente, contradictorios que son el bien y el mal, lo bello y lo feo, lo anémico y lo canónico. Hegel era insistentemente fiel a ello cuando aconsejaba a la filosofía que renunciara "a la pretensión de enseñar cómo debe ser el mundo". Sabia precaución surgida, directamente, de una forma de tolerancia propia de los protagonistas del "iluminismo" que, como
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Eckartshausen, se ocupaban de proteger a la "iglesia interior" contra la usurpación de las formas instituidas siempre potencialmente inquisitoriales. Se ha subrayado que esta "invisibilidad de la Iglesia" tiene un origen "reformista", en tanto pretende "protestar" contra los excesos de una institución corrupta por estar demasiado establecida. E incluso si Lutero, superado por su "protesta", y por la anarquía que ésta permanentemente impulsa, va a consagrarse a refrenar sus ardores reformistas, el ejemplo de Thomas Münzer en Muntzer muestra con claridad, por sus excesos mismos, el fuerte cambio ético que revisten prácticas que la moral racional, desde luego, reprueba. Promiscuidad sexual, comunión de todos los bienes, rechazo de un mundo mercantil, execración del dinero, serán las grandes características de la Iglesia invisible, de la sociedad de los puros que quiso organizar la ciudad de Muntzer. El paroxismo de sus acciones suscitó la represión de la "guerra de los campesinos", pero, como siempre, la caricatura puede ayudarnos a comprender las excitaciones, las efervescencias, las prácticas alternativas que recorren, en profundidad, los modos de ser y de pensar posmodernos. En los fenómenos históricos que acabamos de mencionar, así como en la situación contemporánea, lo que sin duda está en juego es lo que puede llamarse una mística de la religancia. Estar religados al mundo y a los otros en una reversibilidad sin fin. Debemos entender por esto: sin objetivo preciso, sin finalidad. Lo que, justamente, es el propósito esencial de la moral racional, y del lazo social que ésta pretende fundar. Puede aplicarse a la Iglesia invisible la declaración de Simmel según la cual "las nociones mismas de fin y de sentido no se implican recíprocamente de ningún modo. Puede negarse que la historia esté orientada hacia algún fin y sin embargo encontrarle un sentido". Una significación: la del juego de las pasiones, la del placer de estar-juntos sin finalidad ni dedicación específica, el puro placer lúdico de la vida común. ¿No es esto acaso lo que se expresa, en mayor grado, en las multitudes contemporáneas y, en menor grado, en la ritualidad de la vida cotidiana? La deonlología es justamente esto, vivir, con otros, situaciones. Vivirlas con intensidad, con autenticidad, sin referirse a una meta lejana, a la realización de una sociedad perfecta. Ajustarse a los otros, bien o mal, en un lugar determinado. Y ello, a partir ele la puesta en común de las emociones, las pasiones, los humores, los instintos característicos de la naturaleza humana. Dar sentido a lo que no tiene sentido (finalidad). Ello es, en efecto, lo que está en juego, como constante antropológica, en esta metáfora de La Iglesia, invisible. Esto es, también, lo que permite explicar la potencia espiritual de las tribus juveniles contemporáneas. Constante antropológica, es decir una manera de ser, de pensar, de organizarse que, bajo diversos nombres, vuelve a decir lo mismo: la fuerza del espíritu contra la letra. Una mutación de las costumbres, de las ideas, de los sentimientos, un cambio de "piel" social a partir de una concepción un tanto mística del mundo. Esto puede parecer sorprendente, en tanto el racionalismo parece una experiencia insuperable. Y sin embargo, observamos frecuentemente en las historias humanas fenómenos como estos. Rechazo de las doctrinas morales, cualesquiera sean. Tal como lo ha señalado J. M. Guyau, ese pensador un tanto olvidado, importancia de la anomia en la dinámica de las sociedades. Aunque no sea del agrado de los diferentes positivismos, y son legión, existe una dimensión esotérica de las cosas. Según las tradiciones, esto puede tomar nombres diferentes, pero la realidad, estructural, es idéntica. Así, en el catolicismo, al lado de la Iglesia oficial, al lado de la Iglesia de Pedro, la Iglesia, de Juan, la primera privilegia el poder, la institución, la inscripción en el mundo temporal, la segunda pone el acento en la fuerza del espíritu. Es este phylum "juanista" el que hallaremos en los cultos de misterios, en la mística, en los gremios de obreros, en una francmasonería simbolista, y demás sociedades secretas. Es lo que justamente he denominado la "centralidad subterránea" o incluso la "socialidad", integradora de las dimensiones
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oníricas, imaginarias, lúdicas, inmateriales de lo dado mundano, contra el aspecto puramente "positivo" de un social racional y contractual. La religiosidad contemporánea, el sincretismo filosófico, el relativismo teórico que, ciertamente, se inscribe en dicha perspectiva. Cari Schmitt advierte, para destacar el aspecto complejo del ser eclesial, que éste se funda en una "neumatología". En suma, lo que asegura la solidez y, quizá, la perdurabilidad de la Iglesia es su aspecto invisible, inmaterial, podría decirse "vaporoso". El lazo (lo comunicativo) de un conjunto simple puede ser una moral normativa. El de un conjunto complejo remite a una ética "situacional": una deontología. Ésta es un arte de hacer, un arte de vivir sin a priori, ni prejuicios. Se trata de ajustarse a un momento vivido. En consecuencia, una manera de socializar que no viene del exterior, abstractamente, racionalmente, sino que utiliza el procedimiento "iniciático". Como complemento de lo que ya he indicado (cfr. Anexo "Excursus sobre la iniciación"), éste reposa en un fundamento sensible. Si nos acercamos a su etimología, inire, la iniciación consiste por un lado en "tomar auspicios", es decir entrar en un proceso de reversibilidad con la naturaleza: no se la domina simplemente, se la consulta, y por otro lado, refiere a "montar". ¡Vaya perspectiva erótica! En uno y otro caso, la pasión, la emo-ción, en suma, la orgía, ¡ocupan un lugar en esta realidad simbólica que es estar-juntos! He dicho más arriba que se trataba de una constante antropológica, que había un "phylum juanista" irrecusable. Así, a título de ilustración, a fin de explicar nuestras tribus posmodernas, puede hacerse referencia a los "hermanos y hermanas del Libre Espíritu", quienes, a partir del siglo XIII, provocaron un gran escándalo, e inquietaron a la Iglesia institucional. Marguerite Poréte, mística quemada en la plaza de Gréve de París en 1310, hizo justamente una distinción entre la Iglesia institucional y la del corazón. O más aún entre "la Santa Iglesia grande" gobernada por el amor, y "la Santa Iglesia pequeña", la de la moral, la de los ritos esclerosados, gobernada únicamente por la razón. Los especialistas en estos grupos advierten que aquéllos ya no se sienten sometidos a la mediación del clero, las obras y las virtudes comunes les parecen superfluas. La moral, en particular en el terreno sexual, perimida. El Libre Espíritu conduce al libertinaje. En el sentido sociológico del término, es anémico. Sospechados, acosados, perseguidos sus miembros y a menudo quemados, el Libre Espíritu, por la deificación que propone ("he devenido Dios": ich bin Gott worden), puede explicar la religiosidad panteísta que resurge actualmente. Las diversas técnicas del New Age contemporáneo, el "Sí mismo" junguiano y otras referencias a "Gea" encuentran aquí sin duda ancestros pertinentes. No deja de ser interesante advertir, además, que un historiador como Normann Cohn, o un observador prudente de nuestras sociedades como Raoul Vaneigem hayan acordado una atención particular a estos grupos anómicos. Al subrayar, en particular, la promiscuidad en la que vivían, las mecánicas de éxtasis que los ligaban, la vida en conventículos, llamados también "paradisi", que conformaban una sociedad subterránea, alternativa a la oficial. Aquí también, lo que importa son las "situaciones", es decir los momentos intensos que aseguran el lazo (comunicativo) social. Notemos, al pasar, que el éxito de la novela de Umberto Eco, y de la película que de ella se hizo, donde los fraticelli juegan un papel importante, puede ser considerado como la expresión de la fascinación ejercida por el panteísmo tribal, el hedonismo presenteísta de estos grupos anómicos. Pues sin duda lo que concierne a la ética "deontológica" en gestación es una sociedad de hermanos. Podemos ilustrar esto, aquí también, con un ejemplo histórico. Uno de esos ejemplos paradigmáticos, y que dejan, a largo plazo, huellas indelebles en la memoria colectiva. Momentos en los que se opera una innegable inversión de todos los valores, y a través de ello se inicia una nueva manera de existir con el otro. Es interesante notar, además, que en dichos momentos la existencia individual y social no se
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organiza, simplemente, en función de las ideas, sino más bien en función de las pasiones, las emociones, incluso de las manías. "Manías" que como de costumbre permiten adecuarse a la vida, lo que hace que sepamos, también, adecuarnos a nuestra propia vida. Es así cómo desde santo Tomás de Aquino hasta O. Spengler se ha venido pensando el papel del habitus: ajuste al entorno natural y a partir de éste al entorno social. Este ajuste puede hallarse en lo que R. Nelli, en su Erótica de los trovadores, llama "el hermanamiento". De modo que retoma, y también traduce, la palabra affratellamento con la que histo-riadores y etnólogos designan esas amistades masculinas que, con regularidad, puntúan las historias humanas. Es útil advertir la estrecha relación existente entre dicho "hermanamiento" y la debilidad de las instancias estatales. Útil e iluminador advertir que la saturación de la ley del Padre, ley vertical si las hay, favorece la ley de los hermanos, horizontal esta última. Podemos ver, así, en qué medida este cambio "topográfico" puede ayudarnos a comprender la multiplicación y el funcionamiento de las tribus contemporáneas, las cuales, también, son, en esencia, horizontales. La otra característica, entre otras tantas, de este "hermanamiento", es el reconocimiento de que se hace por intercambio de sangre (adoptio in fratrem). Comunión anímica si las hay. Donde, gracias al símbolo de la sangre, es el cuerpo en su totalidad, lo sensible, lo que se reconoce. Lo que, en cierto modo, se sacraliza. La sangre foco de la vida es una manera de celebrar la irreprimible vitalidad del mundo. Hay, en efecto, en esta homosocialidad fraternal algo muy natural, animal, incluso pagano. Una sensibilidad ecológica cine, como un hilo conductor, recorre la vida de las sociedades. Y que en ciertos momentos se reconoce como tal. Este "animismo" reposa en el proceso de "correspondencia". Es del orden de la religancia: estar religado a los otros, al mundo y tener confianza en los otros, en el mundo. Se ha dicho que la esencia del catolicismo es la relación de la Iglesia visible y la Iglesia invisible, mientras que el cristianismo, en su aspecto racionalizado (¿protestantizado?), sería, al contrario, la separación. Observación juiciosa en tanto la relación de lo visible y de lo invisible es extremadamente mágica, pagana. Hay pues en esta concepción del catolicismo una perdurencia16 politeísta. Y la veneración de la Virgen, a la que se brinda un culto de hiperdulía, la de los santos a los que se acuerda un culto de dulía, sin olvidar los diferentes rituales litúrgicos de resonancias arcaicas: fiesta de rogación, Navidad y el solsticio de invierno, el de verano con San Juan, la fiesta de los muertos como eco del "samonios" celta (y podría, con tiempo, ampliarse esta lista), todo esto recuerda las perdurencias del animismo pagano más o menos bien bautizado en formas católicas. Si más arriba había señalado que se trataba de formas paradigmáticas, sin duda es porque recuerdan que el lazo social puede, a veces, elaborarse de un modo horizontal (hermanamiento) a partir de un arraigo en el lazo donde se elabora esta fraternidad (animismo). Podríamos hacer referencia a la Burschenschaft, cofradía de estudiantes, o al Mannerbund en Alemania, al asabiya, la solidaridad de las tribus árabes de la que habla Ibn Jaldún, pero basta indicar que la metáfora de la Iglesia invisible recuerda que la constitución de las sociedades puede, también, fundarse en la pérdida de sí mismo en el otro. De sí mismo en el Sí mismo. El desapego respecto del yo individual que afirma el apego al otro de la tribu. La indiferencia respecto de las formas institucionales es, en consecuencia, un modo de abrirse a las diferencias constitutivas de un pluralismo complejo. Bajo semejante perspectiva, los lazos reales están anudados a partir de lazos posibles. Lo material no existe sino en función de lo inmaterial. Es
16 En el original francés, perdurance, término formado por la contracción entre perdurer (“perdurar”) y endurance (“resistencia”).
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decir que contrariamente a la ideología del dominio de sí y del mundo, lógica de la dominación que ha caracterizado a la modernidad, se puede considerar que la vida social reposa en instintos comunes, en fuerzas invisibles de la memoria colectiva. En suma, en un pre-individual como sustrato de toda sociedad. Al elaborar su obra Las leyes de la imitación, Gabriel Tarde se apoyaba en la lectura de los místicos (Tomás de Kempis, Teresa de Ávila). Ahora bien, lo propio de la mística es justamente recordar que se puede ser solitario mientras se es solidario. Que el solitario no está aislado, sino en constante comunión con el otro (grupo, deidad, naturaleza). El mimetismo tribal contemporáneo es del mismo orden. Pone el acento en la correspondencia social y cósmica, en el acuerdo entre el entorno y las solidaridades de base. (Re)valoriza las comuniones de todo orden: fiestas, música, deporte, efervescencias diversas. Y recuerda que la religiosidad es indispensable desde el momento en que se trata de pensar y de vivir la relación social. Puede decirse que la socialidad posmoderna es la forma contemporánea de la "comunión de los santos" de vieja data. Es decir que a través de los medios tecnológicos, como Internet, estamos, misteriosamente, unidos al otro más allá del espacio y el tiempo. Es este primum relationis, que pone el acento en las situaciones vividas con los otros, el que, más allá de la virtud insípida propia de la moral trascendente, una y racional, remite a una virtu un tanto pagana, mezcla de fuerza inmanente y de sentimiento trágico de la vida. Es esta ética "deontológica" la que puede permitir comprender las múltiples y reales revueltas contra la hipócrita tibieza de la moral propia del mundo mercantil. Insu-rrecciones en las que no hay nada que temer ya que son causa y efecto de la transmutación de todos los valores propios de la socialidad posmoderna: inmanencia de las formas antiguas, continuidad de la vida viva. Anexo Excursus sobre la iniciación Ente anexo sirvió de base a "Voyage initiatique et posmodernité", publicado en Bauer, A., Potir retrouver la parole, La Table Ronde, 2006. Más allá y más acá de los sistemas de pensamiento extremadamente cerrados y poco congruentes con la labilidad de la existencia, Georg Simmel habla de la "mirada sociológica" (soziologische Blick). La expresión "golpe de vista", por lo que tiene de más desenvuelta o desafectada, sería, por otra parte, más pertinente. Simmel lo expresa a través de estos términos a los que tanto estima: excursus, fragmentos, ensayos. Pero semejante puesta en perspectiva es todo menos eterna. Debe, justamente, seguir las variaciones de las costumbres. Estar atenta a la saturación de los valores. Pues, si es casi conmovedor ver la candidez con que los analistas sociales, de toda clase, permanecen, neuróticamente, apegados a los valores modernos, hay que admitir que semejante actitud es un poco infantil. Lo que fue ya no es; y no lo será forzosamente. De allí la necesidad de ver lo que es. Y de saber decirlo. No, según señala M. Weber, con palabras esgrimidas como "espadas para atacar adversarios", sino más bien como "reja de arado para mullir el inmenso campo del pensamiento contemplativo". Al mismo tiempo, en contra de lo que puede considerarse una verdadera ontologización de la Historia, tal como culmina en la dialéctica hegeliana o marxista, debe reconocerse que hay curiosas perdurencias, incluso un retorno de cosas arcaicas, que el simpático optimismo occidental creía haber superado.
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El mito de un progreso seguro de sí mismo, que reposa sobre un evolucionismo que nada puede obstaculizar, y que, ineluctablemente, va a "superar" las secuelas de un oscurantismo retrógrado, ya no suscita una adhesión sin reservas. El racionalismo, heredero de la gran filosofía de las Luces, está, cada vez más, atemperado, relativizado por otras visiones del mundo. Y podemos incluso preguntarnos si, en su forma dogmática, no está volviéndose, él mismo, la expresión de un oscurantismo obsoleto. Así, al progresismo que tan bien sentará durante el siglo XIX, a ese progresismo que explica el mundo en su totalidad, tal vez no sea inoportuno oponerle un tradicional pensamiento progresivo capaz de implicar todos los aspectos de la realidad humana. Capaz de implicarse, igualmente, en semejante totalidad. Resulta interesante notar, por otra parte, la cantidad de protagonistas de las ciencias "duras" que, con audacia, nos indican el camino en esta dirección. Curiosa pusilanimidad de las ciencias humanas que, en su mayoría, ¡siguen adheridas al positivismo del siglo XIX! Es urgente, frente a lo que he llamado la vuelta, empíricamente constatable, de esas "cosas" arcaicas, (volver a) ponerse en camino. Es decir elaborar un método que sea pertinente respecto de lo que se ofrece a la vista. Localizar las redundancias, las "resonancias semánticas" (G. Durand). En suma, hacer un comparatismo que tome en serio esas curiosas consonancias. Poner en práctica una investigación metafórica, analógica, todos elementos que permiten volver a dar cartas de nobleza a lo que Gabriel Tarde llamaba un "entendimiento alegórico". La larga duración del mito, por su aspecto "arcaico", es decir principia!, fundamental, puede, así, informarnos sobre el enigmático conocimiento ordinario que "sabe", de saber incorporado, que hace falta "de todo para hacer un mundo". Que la coincidencia de los opuestos es, ciertamente, uno de los fundamentos de la memoria social, y del inconsciente colectivo. Que no existe en las historias del mundo duraciones sin Historia, instantes eternos casi inmóviles. Arquetipos o "tipo ideal" que, en ciertas épocas, recobran fuerza y vigor. Es así cómo, siempre y renovadamente actual, la participación, en el mundo y en los otros, expresa la presciencia, el presentimiento de una correspondencia a la que, cada vez más, se califica de holística. Entrecruzamiento profundo de esas venas geológicas que constituyen el espacio común. Ese que condiciona la compleja red de "venas" sociales que constituyen, slricto sensu, la multitud de los pequeños "cuerpos" que, por concatenaciones sucesivas, hacen las sociedades. Mitos, imaginarios, pequeñas historias vividas constituirán una especie de centralidad subterránea. Lebenswelt, mundo de la vida de tenaces raíces. Son justamente los "hábitos del corazón" (A. Tocqueville) que fundan el sentimiento de pertenencia y permiten la socialización. Pero, tal como he señalado, dicha socialización no es universal. Asimismo, sus modalidades siguen la oscilación de los corsi e ricorsi en los que vemos retornar formas éticas tradicionales y que reencuentran sus antiguas frecuencias. Es así cómo, en respuesta a la participación mágica en el mundo, responde la iniciación en tanto modo de ligarse a los otros. Ya sea el retorno con fuerza de las sociedades secretas o, de un modo más profano, el desarrollo de los grupos de afinidades electivas, el camino iniciático traduce sin duda el profundo deseo de "religancia". Religarse al mundo, confiarse a los otros son algunas de las tantas expresiones para designar una cadena de unión alegórica que describe claramente que no somos más que un eslabón de un conjunto vasto y complejo. No pretendo, aquí, hacer un nuevo y erudito desarrollo sobre la iniciación. Muchas cosas se han dicho, sobre este tema, y en numerosas disciplinas. Me alcanza con señalar que el resurgimiento de esta temática no hace más que traducir otro modo de "socializarse". En concreto, deslizamiento de la ley del padre (Dios, Estado, sociedad) hacia una ley de los hermanos. Cambio topológico de importancia: horizontalidad vs. verticalidad. Lo que, particularmente, es observable en la desafección juvenil respecto de las diversas instituciones "dominantes". Partidos
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políticos, sindicatos y otras asociaciones de fundamentos racionales orientadas hacia la realización de un programa proyectivo. Esta "ley de los hermanos" está hecha de códigos y rituales de uso interno, y tiende a relativizar, incluso a poner trabas a esta constante libido dominando que, regularmente, se exacerba en todos los reagrupamientos. Y a la que, no menos regularmente, se cuestiona cuando se torna una preocupación obsesiva. Al respecto, el antropólogo Pierre Clastres habla de la "sociedad contra el Estado". Juiciosa expresión que puede aplicarse, más allá de las tribus amerindias a las que estudia, a una sensibilidad recurrente, cuyos efectos, en particular, podemos ver hoy en día. Sensibilidad libertaria, incluso anarquizante, que se opone al poder, de uno o de algunos, una potencia más difusa, la de la comunidad. Es importante recordar que el fundamento mismo del poder es separar, dividir, analizar. Maquiavelo en política, Descartes en filosofía, Taylor para la organización de la empresa, sólo por tomar algunos ejemplos, han teorizado con claridad el método a adoptar en este sentido. Y toda la modernidad se ha constituido sobre tales premisas. A lo que éstos tienden sin duda es a la búsqueda de perfección. Separar para dominar. Dominar para perfeccionar. La evacuación del mal, de la disfunción, de la imperfección es el ideal al que sin duda tiende el poder. Y la moral dominante no está allí más que para legitimar o racionalizar dicho proceso. Lógica, de la dominación o del control, justamente el desafío, más o menos consciente, que se ha fijado la tradición occidental. Y sobre este ideal, para decirlo con el poeta, fue que "el hombre blanco... selló su dominación marchitante" (R. Char, "La Frontiére en pointillé"). Y contra esta dominación, vemos que surgen, en compensación, sociedades contra el estado. Una "ética de la religancia" en la que la iniciación fraternal es el indicio más seguro. Precisamente en tanto acepta la imperfección natural. No para canonizarla. Sino para considerarla, para integrarla. Tal vez para otorgarle ese bien que tan bien la constituye. Podemos, aquí, escuchar la sabia observación de Merleau-Ponty: "las filosofías de la India y de la China han buscado, más que dominar la existencia, ser el eco o el resonador de nuestra relación con el ser. La filosofía occidental puede aprender de ellas a reencontrar la relación con el ser, la opción inicial de la que nació". Sin duda, es el eco que volvemos a hallar en la ética de la religancia (Bolle de Bal) en la medida en que ésta advierte eso que es. Ese tesoro que está ahí, en cada uno de nosotros, como en toda la naturaleza. Y ello, a fin de poder otorgarle lo mejor de sí mismo. Así, en contra del poder sobre sí o sobre el mundo, la iniciación es una dinámica del acompañamiento "fraternal", que religa los diversos elementos de cada persona con el espíritu global del grupo en el que ésta se integra. Sin duda, esto es lo que constituye el sustrato de esas "zonas de autonomía temporal", pequeñas utopías intersticiales, que caracterizan justamente a las sociedades en negro que ya no se reconocen en la ley vertical de las instituciones sociales. Pero la noción misma de potencia colectiva secreta sus propios códigos o rituales. Y el hecho de acompañar remite a una autoridad que sea capaz de hacerlo. Es necesario notar la diferencia de estructura, de lógica, entre el poder y la autoridad. El primero, como ya he señalado, es esencialmente pedagógico. Pretende "educar", conducir hacia el bien. Si nos acercamos a su etimología, "saca" de la animalidad hacia la humanidad, de la barbarie hacia la civilidad. Es la emanación de la ley del padre y de su verticalidad. Fundado en la hipótesis de la razón, el poder es pedagógico de un extremo a otro. Puede decirse, además, que todas las instituciones modernas, incluso toda la sensibilidad judeocristiana son de esencia pedagógica. El vacío está postulado, hay que colmarlo. El pecado es original, hay que enmendarlo. La imperfección
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es fundamental, hay que corregirla. De este modo lo natural, lo bárbaro, el niño, la mujer deben ser "pedagogizados" por quienes saben, por quienes tienen un buen uso de la razón: el hombre, el adulto, el jefe, el intelectual, el político: ad infinitum. Saber-poder, éste es el sustrato mismo de la socialización moderna. En esta perspectiva prevalece una concepción monocéntrica: geocéntrica, teocéntrica, antropocéntrica. Una sola tierra, un solo dios, el hombre (masculino) solo. Y lo que aparece como se parado, disperso, plural, debe ser reintegrado a su centro. "La razón humana conduce a la unidad" (san Agustín). E] poder pedagógico tiene como ideal inculcar el bien, previamente definido en tanto orden de lo uno. Dentro de un proceso frecuente en las historias humanas, cuando una forma (de socialización) ha caducado, tiende a ni vertirse en su contrario. Se vuelve perversa. Y no sorprende que el poder pedagógico se vuelva "pedófilo". Por antífrasis desde luego. Puesto que lo que llamamos así es, de hecho, un odio al niño. Niño que, aquí, debemos considerar de un modo metafórlco: el no-adulto, la mujer, el pueblo, lo natural... De hecho, lo que llamamos pedofilia es la revelación del odio profundo que anima desde el principio, al pedagogo adulto frente al ideal racional que se ha forjado. Frente a lo que no es él. Frente a una sustancia ontológica. Siempre hay abuso en el poder pedagógico. En ciertas épocas, la pedofilia revela la verdad de este abuso. Muy diferente es la estructura libertaria de la autoridad. Muy diferente, también, es la "forma" de socialización que promueve. Es "poli". Pluralidad de los mundos. Hace coincidir la razón y los sentidos. Admite la diversidad de las culturas. Reposa sobre la fragmentación en el seno de la persona misma. En consecuencia, el niño, lo femenino, lo natural, lo nativo no constituye algo a "superar". No se miden con la vara de un estándar único. En suma, el "vacío" no es algo a "llenar". La inculcación ya ha pasado de moda. La unidad, ya no es el único modelo admitido. Y sin embargo puede haber una coherencia en la diversidad. La unicidad puede reunir lo que está disperso sin dejar de proteger las especificidades de los elementos que la constituyen. El poder-pedagógico es del orden de la unidad, la autoridad iniciadora remite a la unicidad. Otra forma de socialización, según he dicho, en tanto la autoridad, en lugar de postular el vacío (en su sentido peyorativo), reconoce que hay allí, en el allí (el Dasein), algo que debe ser destacado. Acompañado. La autoridad sirve, en este sentido, como revelador del Ser colectivo. Más allá de la verticalidad,' pone el acento en la inmanencia del mundo. Inmanentismo de la comunidad. Contra la creación de un Dios todopoderoso, el geocentrismo de una Tierra única, el antropocentrismo de un hombre racional consciente de sí mismo, la autoridad es, así, anamnesis de las creaciones múltiples en un mundo diverso. Se trata justamente de la "ley de los hermanos", propia de la iniciación. Si nos acercamos a su etimología: augeo, aumentar, hacer incrementar a partir de los fundamentos. Así, Ana Arendt, al reflexionar sobre la auctoritas, recuerda que la misma está ligada a esas fundaciones. Verdaderas piedras angulares que aseguran la solidez de la construcción de conjunto. Hay "crisis" cuando hacemos abstracción respecto de un sustrato original. Lo que sin duda hace el poder cuando olvida aquello que lo funda: la cultura primera en su diversidad. El Big Brother ha olvidado los "grandes hermanos" que podían asegurar una regulación y permitir, así, una coincidencia de los contrarios. El retorno del deseo iniciático es un eco de aquel de la comunidad. Destaca, así, de un modo transversal y fuera de toda instancia dominante, que un lazo sólido une a personas que no hallan "sentido" sino a partir de un "sentido común", pre-individual. Es pues sobre estas fundaciones "arcaicas", primeras, que parece erigirse el sentimiento de pertenencia de las tribus contemporáneas. Numerosas investigaciones muestran con claridad el arraigamiento dinámico de esta antigua y nueva búsqueda del Grial iniciático. Entroncada en arquetipos inmemoriales, se destaca en una producción
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cinematográfica cuyo éxito no puede más que interrogarnos. No pretendo aquí inducir un juicio normativo, que no es el objeto de un pensamiento comprensivo, pero es indiscutible que la cultura contemporánea, en sus diversos aspectos: películas, música, coreografía, moda, vida cotidiana, está, cada vez más, "contaminada" por una religiosidad ambiental en la que se mezclan, sin distinción, el ocultismo, el paganismo, el neodruidismo, el chamanisno, las diversas formas del orientalismo, sin olvidar la astrología, la brujería, el demonismo o las diversas técnicas del New Age. El denominador común de estos diversos fenómenos es sin duda una trayectoria existencial donde lo que prima es precisamente la experiencia sensible en el marco comunitario. Experiencia que privilegia un ponerse en camino y donde el encierro en una identidad petrificada deja lugar a lo que, familiarmente, se dice "aflojar". Se trata aquí precisamente, aunque el término no se utilice, de la reviviscencia del trayecto iniciático. Claro que aquí se dan algunos abusos. Sin duda, lejos está de quedar afuera la charlatanería, pero esto no es lo esencial. Es mejor ver aquí el índice de un innegable cuidado espiritual propio del hervidero cultural que caracteriza los períodos de cam-bio civilizatorio. Con el tiempo, una decantación va a operarse. Y no se puede cuestionar la autenticidad de los actores de estos diversos fenómenos. Aunque no sigan los habituales senderos a los que la edu-cación moderna nos tenía acostumbrados, son aprendices de la vida. Y, ya fuese en la exageración o en el error, expresan su eflorescencia y experimentan sus vicisitudes. Quizá no sea una simple provocación ver en esas exageraciones o errores las modalidades contemporáneas de lo que Gilbert Durand define como los "mitemas" que constituyen las etapas iniciáticas, donde caídas, castigos y tribulaciones diversas son algunas de las tantas pruebas que anteceden a la "reintegración" y a la "iluminación". Y ya sea en las aglomeraciones festivas o en los efervescentes desfiles musicales, ya sea, también, en la vida cotidiana, en las dichas y desdichas suscitadas por los afectos, volvemos a encontrar, innegablemente, las figuras que caracterizan el cursus iniciático. La crueldad tiene aquí su lugar, expresa las pruebas del alma y del cuerpo que hallamos siempre en todos los cultos de misterios. Es un proceso en el que, frente a la ideología dominante de la seguridad, el riesgo no es eludido. Se lo reconoce, y acepta, como un elemento de lo vivo. Y puede decirse que las prácticas "excesivas", que abundan en la actualidad, pueden considerarse como pruebas iniciáticas. Vividas, ciertamente, de un modo inconsciente por los diferentes protagonistas sociales. Pero esta inconsciencia o este inconsciente no deja de ser una "forma trazada" (gepragte Form) que, según Goethe, se desarrolla viviendo. Traza que viene de muy lejos, figura arquetípica que recobra fuerza y vigor en la práctica cotidiana. En este sentido, los "indios metropolitanos" que pueblan las megalópolis posmodernas, esos salvajes que perturban la racionalidad que el burguesismo ha impuesto a las sociedades modernas, no hacen más que traducir, en su exuberancia misma, el proceso de metamorfosis que está en la base de una socialización iniciática. Y en lugar de condenarlos, haríamos bien en prestarles atención. Pues esto traduce una "búsqueda" que sacude nuestras certezas establecidas. El romanticismo de Los años de aprendizaje de Wüheim Meister, según Goethe lo describe, vuelve a encontrar una sorprendente actualidad en las errantes tribus juveniles contemporáneas. Más allá de la simple educación racional, son profundamente "informadas" por La experiencia. En la totalidad de su ser. Siguen, así, el Ianger Weg der Bildung, ese largo camino de la vida de la formación. Y cuando Hegel mostraba que ello era lo que permitía "entrar en el día espiritual del presente", hacía eco de una reminiscencia de la iniciación francmasona, de la cual era un avezado conocedor. Es interesante advertir que la búsqueda iniciática se vive, en efecto, en el presente. Presente como cortocircuito con el pasado y el futuro. Ambiente presenleista, hecho de intensidad en lo que se vive, y de densidad en la relación con el otro. Todas cuestiones que invalidan el "proyecto", noción esencial de la economía pedagógica. Cuestiones que acentúan maneras de ser alternativas, y constituyen la
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ética de la religancia, fundamento mismo de una socialidad originaria y original. Es lo que permite comprender que la desafección respecto de las habituales formas de lo social y de lo político significa, por defecto o a contrario, que otra manera de estar-juntos está (re)naciendo. Otra manera que debe mucho, según lo he señalado de diversas maneras, a formas anteriores, más tradicionales. Así, al activismo moderno en tanto ofensa hacia uno mismo (educación), hacia la naturaleza (productivismo), hacia el entorno social (política), está sucediéndole una relación de una naturaleza muy distinta. Una especie de liberación radical. Así, la brutalidad del concepto, perceptible en la obturación de los sistemas dogmáticos del siglo XIX, ha sido reemplazada por un relativismo fundamental. Del mismo modo en que la vivacidad de las diatribas políticas o religiosas (muy próximas unas de otras) deja lugar a un escepticismo de buena factura que admite, de facto, que pueda existir un pluralismo de valores. En suma, para decirlo de un modo metafórico, ¡semejante politeísmo es un modo cortés de ateísmo! Pero esta liberación no debe ser analizada como una simple pasividad. Podemos hallar aquí en esta no-actividad la expresión de una creatividad específica. La noción de la mística renana, retomada luego por M. Heidegger: Gelassenheü, puede ilustrarnos en este sentido. Serenidad por supuesto, pero también renunciamiento a la ideología del homo faber. Abandono de la acción como única relación con la alteridad. Y, en términos más positivos, aquiescencia de la belleza y la riqueza del mundo. Todo ello es lo que delimita la creatividad de la no-actividad. Perspectiva un tanto mística, por cierto, pero que pone fuertemente el acento en la trayectoria iniciática: salir de sí para dar lugar a eso "divino" que constituye el entorno natural y social. Salir de un sí mismo encerrado en su identidad, su función, su ideología, su profesión, para participar, en los momentos festivos o en la banalidad de la vida comunitaria, de figuras intemporales, arquetipos que guían el camino en una búsqueda espiritual nunca consumada. Se respira vacuidad en los tiempos de hoy. Aquiescencia en el mundo como lugar matricial. Crisol donde se elabora una relación con el otro en forma discontinua. No lo pleno de la razón, sino el vacío de los sentidos. El intersticio que permite, justamente porque es "hueco", acoger al otro. Reemplazo de la certeza (dogmática) excluyente, por la duda, fuente de toda tolerancia. Esto permite entender, bajo el influjo de la teoría física de la relatividad, la fuerza específica del relativismo, contra la gran paranoia del universalismo occidental. Este último es el que ha servido de justificación racional, y de legitimación moral: la lógica económica occidental cuyas consecuencias, como es sabido, han sido devastadoras. Así, el hecho de estar seguro de su buen derecho y de que actuaba del único modo posible, le permitieron al universalismo ser el precursor de los diversos etnocidios y del saqueo de la naturaleza. Es inútil volver sobre esta violencia totalitaria que ha actuado, siempre, en nombre del bien y so pretexto de moral. El relativismo moral, intelectual, existencial socava la ilusión de lo Uno. Más precisamente, según lo han mostrado claramente autores como G. Simmel o S. Moscovici, pone en relación. Es justamente esto lo que señala la etimología del propio término, y es justamente esto lo que se puede, empíricamente, observar. Desde el momento en que ya no estamos adheridos a la certeza de una verdad una y eterna, podemos ajustamos a todas esas verdades aproximativas, provisorias y parciales de las que está constituida la naturaleza humana. Relativismo, puesta en relación y lazo simbólico van a la par, y delimitan claramente ese perpetuo viaje que es el camino iniciático. El hombre siempre aprendiz en su pensamiento, en sus ex-periencias, en sus pruebas. Aprendiz, es decir a la espera del otro: alteridad en el grupo, alteridad de la naturaleza. Misterio del otro como preparación a esta suprema alteridad que es la muerte. Así entendido, el relativismo, al abrirse al otro, es una manera de morir en sí mismo. Superación de lo que la sabiduría antigua llamaba "filantía", el amor ciego de sí. Y, por consiguiente, entrada a un
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proceso de metamorfosis donde los viajes iniciáticos, las diversas búsquedas del Grial, las efervescencias festivas en las que "se la pasa bomba" son buenos ejemplos. Es esto lo que hace a la grandeza de la humanidad. Lo que permite destacar con fuerza la metáfora del camino incierto: afrontar la muerte, integrarla homeopáticamente en la vida de todos los días. Muerte simbólica por la que nos integramos a un conjunto más vasto, el de la comunidad. "Muere y deviene", como señala Goethe. Fórmula acuñada en el vértice de la lucidez y la modestia, en tanto relativiza al individuo, lo pone en relación con aquello y aquellos del pasado, con aquello y aquellos de lo lejano, en suma con la alteridad con la que estamos amasados y que asegura, a la vez, a largo plazo, la perdurencia de la especie, y en lo inmediato un exceso de ser para la persona plural que so-mos todos y cada uno. Por decirlo en términos junguianos, más allá del pequeño yo individual, el camino iniciático, la experiencia de la muerte simbólica, permite acceder a un sí mismo más vasto. índice del pasaje de la individualización a la individuación. Lo que implica la muerte de un yo únicamente identificado con la conciencia racional. Y ello, a fin de que el sujeto pleno pueda advenir y, así, participar en la totalidad del ser. Así, la muerte aceptada, lo que yo mismo he analizado como muerte "homeopatizarla" (La tajada del diablo, 2002), puede ser el vector de una victoria sobre la muerte. Mors morietur, ¡la muerte es la que morirá! La figura del niño es un buen ejemplo de ello, dado que aquí la muerte no es más que un elemento en ese camino que es la vida misma. Así, el mito del puer aeternus, esa figura siempre renovada del niño eterno, está, de diferentes modos, reapareciendo en nuestras sociedades. La publicidad la celebra, la moda le concede un lugar de privilegio. En suma, las múltiples imágenes donde la posmodernidad se ofrece como espectáculo giran en torno a la valoración de una juventud perpetua. Figura cuyas características esenciales remiten a la prevalencia del instinto, a la fuerza de lo imaginario, al lugar central que ocupa la naturaleza, sin olvidar, desde luego, el papel central con-cedido al aspecto onírico o lúdico. Ahora bien, todos estos aspectos integran, de facto, la finitud de las cosas que va a la par de esa voracidad de goce, de un mundo que se da a vivir aquí y ahora. Y numerosas prácticas contemporáneas permiten destacar al mismo tiempo ese "juvenilismo" ambiental y la "repatriación" del goce que éste sin duda tiene. En efecto, dicho goce ya no se proyecta en una lejanía religiosa o política, sino más bien vivida, con otros, en este mundo. Pero, en contra de la opinión comúnmente admitida, la idea misma de goce no tiene nacía de individual, es la esencia colectiva y traduce una forma de generosidad de ser. También, se inscribe en la trayectoria vital, que hace de la vida un camino a recorrer. "Deviene pues quien tú eres sin dejar jamás de ser un aprendiz". Esta fórmula retomada por Nietzsche, y que hallamos bajo diversas formas y con pocas variantes en numerosas expresiones cotidianas, es una buena ilustración de la pregnancia inconsciente de la iniciación, pero, también, permite destacar la dinámica específica, la de la creatividad, en práctica en la existencia concebida como obra de arte. Hay una asimilación del artista y del niño en tanto ambos comparten el sentimiento de admiración frente a la belleza del mundo. Encontramos en ciertos autores una coincidencia semejante. Así, el "mundo niño" en G. Vico, o el "hombre-niño" en Platón, nos hacen ver el proceso de exaltación, la curiosidad abierta propia de la proximidad con la naturaleza, con la energía nativa que el intelecto, aún, no ha debilitado. Esta figura energética del "niño eterno" conserva su huella en el cristianismo con la celebración de la Navidad, en la que Dios reviste la forma de un niño. Los franciscanos, fieles en esto al "ejemplarismo" de san Buenaventura, es decir atentos a la fuerza de las imágenes, pusieron en escena la fuerte debilidad del niño-Dios en pesebres (presepio') intercalados. El niño Jesús aparece allí rodeado de
El Reencantamiento del Mundo – Michel Maffesoli
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seres inofensivos y tiernos: Virgen, ancianos, burro, buey, cordero. Dios encarna en la forma de un ni-ño. Bella metáfora cuyos efectos continuos pueden apreciarse. En el mismo orden de ideas, san Bernardo veía en Satanás al espíritu errante que no regresa jamás a su punto de partida. Fuerte imagen, también, de la necesidad de regresar, regularmente, a la infancia, al punto de partida. Necesidad individual y necesidad colectiva. Momentos en que la recreación, respecto del activismo faustiano o prometeico, permite la recreación de todas las cosas. Es justamente esto lo que nos enseña el camino iniciático, una forma de retiro, esa "orfandad" las corrientes místicas, en cuyo secreto, en cuya discreción, se efectúa una suerte de comunión en torno a figuras esenciales. Rituales que vuelven visible la fuerza invisible de la comunidad. Del mito platónico del "hombre-niño" al "niño-dios" cristiano, sin olvidar el "juvenilismo" ambiente contemporáneo, volvemos a encontrar, como una centralidad subterránea, el retorno cíclico hacia la fuente de todas las cosas. Aunque comprendiendo que dicho retorno prefigura, como un resorte, lo que podrá ser una avanzada ulterior. Paradoja que, según su costumbre, Heráclito enuncia con concisión: "nada es más caro a la eclosión que el retiro" (Fragmentos 123). Es en esta dialógica donde se encuentra la residencia, el ethos, del lazo social contemporáneo. Que nada le debe ya a la moral moderna, ni a la lógica del deber-ser. Ya no parece tributario de los diversos mandatos pedagógicos que hubieron marcado la era "cristo-teológica" que se termina. La ética iniciática que le sigue está atravesada por una potente sensibilidad estética, hecha de vibraciones y emociones colectivas, que reposa sobre una concepción más total del ser humano. Una concepción en la que el corazón y la razón, la mente y los sentidos se conjugan para elaborar una construcción sólida en la que todo, en conjunto, se corporiza. No se puede reducir la catedral a la rúbrica "mineralogía" con la excusa de que fue hecha con piedras. Sin duda es así cómo debe comprenderse la catedral social: unión de la materia y la forma espiritual. Sin duda es así cómo debe entenderse el inmoralismo ético en gestación de nuestras sociedades posmodernas: unión de la fuerza y de la debilidad, del hombre y del niño. Coincidentia oppositorun que constituye el camino, siempre inacabado, que es toda experiencia humana.

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